El Congreso de Sants y los Sindicatos Únicos de Industria:
Durante el ciclo que va de 1914 a 1918, se produjeron una serie de cambios sociales (sobre todo la I Guerra Mundial y la Revolución Rusa) que modificaron en buena parte la estructura de la clase obrera y dinamizaron a los sectores obreros más avanzados en pos de un camino revolucionario. Este fenómeno agitador, junto al paciente trabajo de los propagandistas sindicales anarquistas fue decisivo en lo que sería la nueva configuración sindical en el ámbito estatal español.
El contexto histórico de 1917 fue de crisis social, política y económica, con un notable protagonismo de los militares, la emergencia de nuevas tendencias políticas y el cariz revolucionario de algunas huelgas urbanas en las áreas industriales, a las que hay que sumar las revueltas campesinas en Andalucía. Con el sistema de partidos en descomposición y la monarquía tambaleándose, las dos centrales sindicales (CNT y UGT) vieron una oportunidad para la huelga general indefinida y unitaria, y la convocaron para el 13 de agosto contra la carestía de la vida y la falta de trabajo. La huega fue reprimida y se saldó con un fracaso.
La CNT había apoyado la huelga pensando que, en una coyuntura de crisis, podía ser el ariete de un impulso revolucionario, pero la actuación de la UGT durante su desarrollo evidenció para buena parte de los libertarios que la dirección ugetista, aunque interesada en la presión social para conseguir sus objetivos, no rebasaría nunca los límites parlamentarios que encauzaban a los trabajadores por senderos aceptables para la burguesía.
Por ello, la CNT comenzó a redefinir su estrategia y retomó la preparación del congreso suspendido en junio de 1917 para culminar su reestructuración. A partir de los Congresos Regionales, celebrados a mediados de 1918 en las zonas regionales de Cataluña y Andalucía, ya se puede ir vislumbrando la capacidad de vertebración que el sindicalismo libertario había ido consiguiendo, así como su permeabilidad para integrar a buena parte del movimiento obrero.
En Cataluña, la región con más desarrollo orgánico, Ángel Pestaña dejó en noviembre la secretaría general del comité regional para dirigir el periódico Confederal Solidaridad Obrera y el nuevo comité, formado Seguí, Quemades, Pey, Rueda y Camilo Piñón convocó el I Congreso de la Confederación Regional de Cataluña, que tendría lugar en la barriada de Sants entre el 28 de junio y el 1 de julio de 1918.
El Congreso de Sants se aplicó ante todo a sentar criterios pragmáticos sobre finalidades inmediatas a conseguir por parte de los trabajadores, así como nuevos conceptos organizativos de superior eficacia. Se empezó por reafirmar la táctica de acción directa de todas las entidades afiliadas y se defendió la necesidad de la sindicación de la mujer y de crear en los sindicatos juntas mixtas, donde aquella tuviera la debida representación y, llevada de genuino interés, pudiera defender directamente su emancipación. Por otro parte, debía evitarse a todo evento, y como fuera, la explotación de los menores. Tampoco se permitiría el trabajo de horas extraordinarias mientras hubiera parados en la industria u oficio. Además, los oficios que hubieran conseguido las ocho horas ayudarían a su consecución a aquellos que aún no disfrutasen de ellas. Luego debería irse a la implantación del salario único, a medida que las circunstancias lo exigiesen.
Pero el tema en verdad fundamental, y acompañado de una de una acalorada discusión, fue el de los sindicatos únicos de industria (o de ramo). Desde que la CNT salió de la clandestinidad (julio 1914) los sindicatos habían ido lentamente uniendo las diversas sociedades obreras autónomas de un mismo oficio. El Congreso de Sants representó la culminación de este proceso unificador y centralizador.
Los núcleos opuestos (constructores de pianos, lampareros, latoneros y hojalateros, entre los más destacados) defendieron la vieja tradición asociativa de las simples sociedades -entonces ya sindicatos- de oficio. Defendían en los viejos esquemas, ante todo, la perviviencia de su autonomía interna, el derecho a la auto-decisión. Había temor al carácter absorbente y centralizador de las nuevas fórmulas.
El sindicato único suponía la agrupación de todos los trabajadores del mismo ramo productivo bajo un solo síndicato. A diferencia del federalismo político, que buscaba transformar la estructura del estado, el federalismo anarquista pretendía transformar la estructura social, potenciando la solidaridad entre los oficios por encima de los intereses gremiales, al tiempo que posibilitaba un mayor grado de unidad frente a la patronal y facilitaba estrategias como la huelga general y la acción directa. La defensa del sindicato único estuvo encabezada por Salvador Seguí y Emilio Mira quienes dijeron que:
El Congreso aprobó los sindicatos únicos de industria, que vinieron a sustituir, pues, el antiguo sindicato o sociedad de oficio, dotando a partir de ese momento al sindicalismo de más amplias y sólidas estructuras, de acuerdo con la organización misma de la industria. De esta manera, los sindicatos de oficio perdieron parte de su autonomía y se convirtieron en secciones de los sindicatos de industria.
De acuerdo con este criterio, la Confederación Regional de Cataluña adoptó un esquema organizativo que, a poco, llegaría a ser el de la CNT en el plano nacional: cada oficio formaba una sección del sindicato de industria. A su vez los sindicatos de industria estarían representados en las Federaciones Locales, y éstas en las Confederaciones Regionales. En cada Congreso Nacional se eligiría la localidad en que habría de residir el comité Confederal, que debería ser nombrado por los sindicatos de dicha localidad.
Si la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña y la de Andalucía ya existían antes del congreso de Sants, a finales de 1918 se constituyó la de Levante, y al año siguiente la del Norte; en 1920 nacieron la de Asturias y la de Aragón, y en 1921 la de Galicia.
Del Congreso de Sants salió nombrado un nuevo comité nacional provisional, que pasó a ser efectivo por referendum de todos los sindicatos de la Confederación. Este comité impulsó una excursión nacional de propaganda y la Confederación, tras reorganizar sus sindicatos, emprendió una campaña para crearlos allá donde aún no existían. Esto supuso un proceso de expansión sindical y de aumento de la militancia basado en la visualización constante de la Confederación en boicots, huelgas, manifestaciones contra la carestía y contra el precio de los alquileres, movilizaciones contra el paro, sabotajes, piquetes y actos violentos contra los esquiroles. Los anarcosindicalistas convirtieron en la calle su teatro de operaciones y se incrustaron en el entramado social de los barrios, convirtiéndose en la voz y en el canal de expresión de quienes tenían todo tipo de problemas para subsistir y una predisposición bastante generalizada a la solidaridad, propiciada por el entorno social y el contacto personal en la comunicación.
Tras la caída de la demanda que se inició con las postrimerías de la I Guerra Mundial, la patronal optó por la línea dura para no perder margen de beneficio. Mientras, la CNT, ante la crisis social e influida por el espectro de la revolución rusa, optó por la intensificación del conflicto, particularmente constante y radicalizado en el campo andaluz, extremeño y levantino a lo largo de 1918, y que se prolongaría durante un par de años más dando lugar al denominado «trienio bolchevique». En octubre de 1918, la Confederación tenía unos 81.000 afiliados, y en noviembre unos 114.000. A finales de año, la Federación Nacional de Obreros Agricultores se adhirió a la CNT.
La Huelga de la Canadiense y la jornada laboral de 8 horas
Para la burguesía, el anarcosindicalismo se estaba convirtiendo en una clara amenaza para el orden social que sustentaba su hegemonía social y económica. La prueba de fuego entre ambos se inició el 5 de febrero de 1919 con el conflicto de la Canadiense en Barcelona, una huelga mítica en la historia del sindicalismo libertario por su importancia, duración y dimensiones.
Mientras en Berlín habían asesinado a Rosa Luxemburgo el 15 de enero, en Barcelona, durante las semanas previas a la huelga, había incidentes entre libertarios y ugetistas, con algún asesinato durante la huelga de tipógrafos; acusaciones de Pestaña contra Cambó (Lliga Regionalista) sobre la intención de asesinarlos a él y a Seguí; suspensión de las garantías constitucionales; clausura de sindicatos; detenciones de dirigentes y activistas libertarios; buques de guerra en el puerto y censura de prensa. La cuestión de fondo que alimentó la huelga fue, además del derecho a la sindicación, el intento de forzar a la patronal al reconocimiento definitivo de la CNT como la interlocutora del mundo del trabajo en Cataluña.
La huelga de la Canadiense (llamada así porque el principal accionista de la Compañía era el Canadian Bank of Commerce of Toronto) se prolongó por 44 días convirtiéndose en huelga general paralizando el 70% de la industria catalana. El conflicto comenzó al organizarse entre el personal de oficinas, un Sindicato Independiente, que el gerente de La Canadiense, Fraser Lawton, nunca aceptó, por lo que éste empleó como estrategia hacer fijos ocho empleados eventuales y rebajarles el sueldo. Éstos protestaron con el argumento de que: «a mismo trabajo, mismo sueldo». Estas ocho personas, que eran precisamente las que habían organizado el Sindicato Independiente dentro de la empresa, inmediatamente fueron despedidos por Lawton. Cinco de los sancionados pertenecían a la sección de facturación y sus compañeros, en acto de solidaridad, el día 5 de febrero de 1919 se declararon en huelga hasta que se readmitiera a sus compañeros despedidos. Los 117 empleados de la sección de facturación se dirigieron hacia Gobernación para hablar con el gobernador, que les prometió que intercedería por ellos ante la empresa, si volvían al trabajo. Cuando éstos volvieron, se encontraron con fuerzas de la policía que les impedían el paso, no dejándoles entrar al interior del edificio, produciéndose diversos incidentes y quedando todos ellos despedidos. Al día siguiente la noticia corrió por Barcelona como un reguero de pólvora.
Los huelguistas buscaron la ayuda de la CNT, que se involucró en el conflicto. Se nombró un comité de huelga que lo formaron varios de los despedidos y miembros de la CNT y que estuvo liderado por Simó Piera. La huelga se extendió hacia los encargados de la lectura de contadores.
Contado la huelga con un amplio apoyo popular —se formaron cajas de resistencia que recaudaron 50.000 pesetas en una semana— el gerente de la empresa propuso una negociación cuya fecha fue fijada para el 17 de febrero en el edificio de la compañía y a la que acudiendon cinco delegados en representación de los trabajadores. Cuando el gerente se enteró que entre los delegados había un afiliado a la CNT no quiso negociar.
Los huelguistas iniciaron cortes en el suministro eléctrico, quedando Barcelona prácticamente paralizada a las cuatro de la tarde del 21 de febrero, aunque había otra compañía —Energía Eléctrica de Cataluña— que seguía suministrando energía. El 4º Regimiento de zapadores y algunos marineros ocuparon la sede de la empresa y llegó a la ciudad un nuevo gobernador militar, Martínez Anido. Con el permiso de los inversores, Romanones confiscó la empresa y los ingenieros militares consiguieron iluminar la ciudad la noche del 22.
El día 23 se unieron a la huelga los trabajadores de la compañía Energía Eléctrica de Cataluña, lográndose el paro total de las compañías eléctricas. El 26 los trabajadores de las compañías de aguas y del gas se sumaron a la huelga, por lo que dichas empresas también fueron confiscadas.
El 3 de marzo los trabajadores de la central eléctrica de Sant Adrià del Besos secundan la huelga y el día 5 el general Milans del Bosch dicta un bando para llamar a la movilización a todos los hombres entre 21 y 38 años del ramo de la electricidad que tan solo sale publicado en el Diario de Barcelona. Los cenetistas convocados para la movilización decidieron el 7 de marzo no incorporarse a filas, lo que provocó que fueran encarcelados. En totol, unos tres mil trabajadores llenaron las prisiones, el castillo de Montjuïc y los buques de guerra del puerto, sometidos a la jurisdicción militar, puesta al servicio de la patronal catalana tras la declaración del estado de guerra el 12 de marzo. Barcelona fue ocupada por los militares y las cajas de resistencia podían llegar a recoger decenas de miles de pesetas semanales. Romanones se inclinó por algunos nombramientos políticos para propiciar el diálogo y el día 15 se abrieron las negociaciones.
El 17 se llegó a un acuerdo, se levantó la censura roja (que ejercía el Sindicato de Artes Gráficas) y el estado de guerra. Dos días después concluía la huelga con un balance bastante favorable para los trabajadores: jornada de ocho horas, mejoras salariales, readmisión de los despedidos y libertad para los detenidos. Unas 20.000 personas se congregaron ese día en la plaza de toros de las Arenas para ratificar el acuerdo, pero el propio Seguí fue recibido con un importante abucheo porque algunos trabajadores seguían detenidos por los militares.
Con el apoyo de Lliga, Milans del Bosch optó por no liberar a los detenidos. Burgueses y militares esperaban acabar con los anarcosindicalistas si éstos optaban por la huelga general revolucionaria. Los más radicales acabaron convocándola el 24 de marzo, y el 25 el capitán general declaró por su cuenta el estado de guerra. Al día siguiente, unos ocho mil paramilitares del Sometent salieron armados a las calles de Barcelona bajo la dirección del nacionalista Ventosa Calvell. El propio Cambó afirmó que se había paseado con un fusil por las calles de la ciudad. El día 30 el estado de guerra se extendió a toda España y el 1 de abril la huelga general abarcaba las ciudades más industrializadas de Cataluña. Al día siguiente todos los sindicatos fueron clausurados, aunque Romanotes decretó la jornada de ocho horas a partir de octubre para desbrozar el camino de la vuelta al trabajo, hecho que se empezó a producir a partir del día 5.
Los intentos de mediación del gobierno, que los hubo, chocaban con la estrategia de la patronal y fracasaban uno tras otro; incluso el cierre patronal parcial de noviembre de 1919 tuvo todo el aspecto de ser una medida de presión para derribar al gobierno reformista, con la finalidad de, acusándolo de falta de autoridad, obligarlo a dar un salto cualitativo en la represión, o evitar, al menos, su injerencia en los métodos de la patronal pactados con el capitán general, que, sin exagerar, pueden calificarse de fascistas.
Cuando el 10 de diciembre de 1919 la CNT inauguraba su II Congreso en el Teatro de la Comedia de Madrid, que generalizaría los Sindicatos Únicos y ratificaría la línea anarcosindicalista aprobada en Sants, Barcelona estaba bajo el cierre patronal, que había conseguido derribar al gobierno y se prolongaría un par de meses.
El 8 de marzo de 1921, Eduardo Dato, presidente del Consejo de Ministros, fue asesinado al recibir más de 20 disparos cuando circulaba en su coche por la Puerta de Alcalá de Madrid. Tres anarquistas fueron detenidos y declarados culpables: Pedro Mateu, Juan Casanellas y Luis Nicolau. Dato había promovido y apoyado la represión al movimiento obrero y la llamada Ley de fugas, conviertiéndose en el responsable principal de la persecución sangrienta al movimiento sindicalista. El hecho de que dos de sus ejecutores, Casanellas y Nicolau, inicialmente hubieran podido escabullirse, psicológicamente creaba en Madrid la sensación de una posible segunda “vuelta”.
En agosto de 1922, Pestaña fue víctima de un intento de asesinato mientras daba un discurso en Manresa y, el 10 de marzo de 1923, el Noi del Sucre fue asesinado de un tiro en la calle de la Cadena de Barcelona. Días antes antes había recibido el siguiente anónimo: “reunidos los elementos del Sindicato Libre, hemos acordado asesinarte a ti y a Pestaña, entre otros. Esta vez no escaparéis ninguno, aunque tu serás el primero“. En el mismo episodio dejaron malherido a Francisco Comes, conocido como “Perones“, que moriría pocos días después.
Las memorías de García Oliver, recogidas en “El Eco de los Pasos”, sirven para hacerse una idea del clima de agitación, represión y tensión que se respiraba por entonces:
Fui a Manresa y me arreglé con Quimet, dueño del Kursaal. Era de los que siempre vivieron por, para y de las mujeres. Un macarra, como vulgarmente se dice. Alto y de un blanco pálido, estaba recostado en un amplio sillón, con el aspecto de quien está más para irse al otro barrio que para dirigir un establecimiento de aquella naturaleza. En esta labor era ayudado por su mujer, que todavía se conservaba de buen ver.Con Figueras convinimos trabajar armados cada uno de la pistola, pues era de suponer que los pistoleros no dejarían de manifestarse. Estábamos dispuestos a llevárnoslos por delante, pues la Organización había decidido cobrarse el atentado a Pestaña. Especialmente Espinal, quien, por haber sido el organizador de la conferencia que tenía que pronunciar Pestaña, se sentía culpable de las graves heridas que le infligieron. Los días que Medín Martí y el Pelao estaban en Manresa, venían los tres a tomar café y permanecían largo tiempo sentados, en espera —decían— de que apareciesen los fulanos.
En los pocos meses que estuve trabajando en Manresa, los pistoleros del «Libre» desaparecieron. El trueno que nos sacudió de pies a cabeza vino de Barcelona.
Haría unos quince días que había dejado el trabajo en el Kursaal; Quimet, el dueño, que estaba enfermo de varias dolencias a cuál más grave, suspendió el funcionamiento de su establecimiento. Y yo me fui a Barcelona. Para no gastar mucho del dinero que había ahorrado en Manresa, me instalé a todo estar en una taberna de la calle Cadena, donde comía tres veces al día, y dormía en un desván. En tres camastros de los llamados de tijera dormíamos Callejas, «Irenófilo Diarot», los dos redactores de Solidaridad Obrera, y yo. La taberna pertenecía a un compañero cocinero, Narciso, que lo montó con un puñado de pesetas, después de la pérdida de la huelga de camareros.Irenófilo Diarot, Callejas y yo nos disponíamos a bajar a la taberna para tomar la comida del mediodía cuando un día se dejaron oír unos disparos de pistola. «¿Qué será?», nos dijimos.
Los tiros habían sonado cerca. Seguramente se trataba de un atentado. Pero aquél, cometido a la hora en que las gentes van a comer, o acaban de hacerlo, no estaba llamado a ser uno más.
Narciso apareció en el dintel de la puerta de nuestro cuarto, demudado, sus ojos muy abiertos expresaban el horror y el odio más grandes que una cara humana pueda expresar.
— ¡Han matado al Noi de Sucre!
— Esto es el fin de todo. Acabarán con todos nosotros —se lamentó Irenófilo.
— ¿Tú qué crees, será el fin? —me preguntó Callejas. —¡Yo qué sé! Puede ser el fin y puede ser el principio. Dependerá de cómo tengamos los nervios.
Reviví la impresión que me produjo Seguí, hacía unos veinte días, cinco antes de que se clausurara el Kursaal, al dar una conferencia en un cine de Manresa a la que asistimos, como grupo de defensa del Noi, el Pelao, Medín Martí y yo. Fue la suya una larga requisitoria contra Alfonso XIII y su camarilla de generales y políticos que por entonces aparecían como responsables del desastre de Annual, allá en los pelados cerros del Rif.
Seguí fue duro, implacablemente detallista sobre los verdaderos responsables del desastre de Annual, y afirmó su propósito de llevar el contenido de aquella conferencia a todos los escenarios del país. Yo no pude por menos que pensar: «Si no te matan».Y así fue. Lo mataron los de la camarilla del rey. Utilizaron el equipo de pistoleros de Homs.
Aquel día no comimos. Nos acercamos los cuatro al cruce de las calles Cadena y San Rafael. Los cuerpos de Seguí y de Paronas habían sido recogidos en una ambulancia de la Cruz Roja. En el suelo, y encima de un charco de sangre, había un ramo de flores.
Seguí era muy querido. Tenía muchos adversarios, aun dentro de nuestra Organización, cosa natural en un movimiento obrero que aglutinaba todas las tendencias ideológicas del socialismo no marxista. Pero en nuestra Organización se le respetaba y se le quería. N,o faltaban compañeros, como Picos, implacables oponentes de Seguí. Pero Picos era eso: Picos, un zapatero anarquista que vivía por y para ladrar al más destacado de los militantes, y puesto que era el Noi el más destacado, Picos ladraba más fuerte ante sus hechos y sus intenciones.
Picos tuvo su reacción. Cuando mataron al Noi, Picos, preso en la Modelo de Barcelona, se tiró desde lo alto de la galería a la planta baja, muriendo en el acto. ¡Pobre Picos!
«¡Antes morir que arrodillarnos! ¡Antes morir todos que entregarnos! ¿Quieren acabar con nosotros? Pues a defendernos con toda clase de armas.» Estas eran las exclamaciones de toda la militancia, sindicalista o anarquista. De los de Bandera Negra y los de Bandera Roja.
El asesinato de Salvador Seguí desató la tormenta en las calles de Barcelona, en Manresa, en Valencia, en León, en Zaragoza.
Los que formaban en torno a Seguí un núcleo que pretendía ser de superhombres, como si hubieran oído la lamentación de Irenófilo Diarot —«Esto es el fin de todo»—, se alejaron de la Organización. De ser cierto que tanto querían a Seguí, no lo habrían hecho, porque, en aquellos momentos, Seguí y la Organización eran una misma cosa. En cambio, la Organización no fue abandonada por aquellos a quienes los reformistas sedicentes amigos de Seguí adjetivaban de irresponsables». Los «irresponsables» pasaron a ser los únicos responsables de la Organización: los hombres de acción, obreros anónimos, militantes ejemplares que daban siempre la cara, en los comités de fábrica, en las secciones, en los sindicatos.
El enemigo, la patronal, los libreños, las autoridades, sabían bien que quienes quedaban eran los mejores, élites de una lenta selección ‘de años. Caían a racimos a diario: Canela, Salvadoret, Albaricias, Archs, Pey y tantos otros.
¿Cómo parar aquel alud de asesinatos de los mejores militantes del sindicalismo revolucionario?
Las acciones justicieras y vindicativas se iniciaron con la audacia de quienes no estaban dispuestos a desaparecer ni a caer de rodillas. Primero fue en la calle Puertaferrisa, de Barcelona, sede principal del requeté catalán. Los anarcosindicalistas —hecha ya la fusión de Bandera Roja y Bandera Negra’— irrumpieron disparando sus pistolas y dejando un reguero de muertos. En Manresa, en un enfrentamiento entre compañeros y los jefes de los sindicatos Libres, resultaron cuatro de éstos gravemente heridos. En Valencia, el ex gobernador de Barcelona Maestre Laborda sucumbió a un atentado. En León, al ex gobernador de Bilbao, Regueral, le ocurrió lo mismo. E idéntico fin tuvo el cardenal Soldevila, en Zaragoza.
En la calle, la reacción retrocedió despavorida. Ya no eran los anarcosindicalistas los que abandonaban la Organización y se aprestaban a doblar las rodillas. Nunca como entonces se perfilaron en la militancia los verdaderos lineamientos de la revolución social. Se vivía y se trabajaba por y para ella, febrilmente. Por primera vez se planteó el dilema: «El terrorismo no conduce a la revolución. El terrorismo, al ser válvula de escape de la ira popular, impide la explosión revolucionaria». «Defenderse, sí; pero acelerando el proceso de preparación revolucionaria». «Ya no somos anarquistas y sindicalistas que marchan por caminos opuestos. Ahora, y en adelante, anarcosindicalismo.»
La reacción española nos llevaba ventaja. Esta vez nos ganaría. La partida se jugaba entre tres: los liberales masones, que impusieron a Pórtela Valladares como gobernador civil de Barcelona, para ver de contener, aunque fuese en duelo pues que se le tenía por gran espadachín, al capitán general Miguel Primo de Rivera. Este, junto con Francesc Cambó, marchaba apresuradamente hacia el golpe de Estado. Y nosotros, los anarcosindicalistas.
Un mes antes del golpe de Estado, lo más selecto de la militancia anarcosindicalista de Barcelona había sido detenido, con procesamientos por delitos imaginarios.
En aquella ocasión ganaron. ¿Sería siempre el ganador el ejército?
Mi proceso se instruía en Manresa. Eramos tres los encausados: Roigé, Figueras y yo. En el incidente del café Alhambra habían resultado heridos cuatro individuos: el secretario general de los sindicatos Libres y su tesorero general y dos pistoleros guardaespaldas. El fiscal, civil pero hechura de la dictadura militar, calificó los hechos de asesinato en grado de frustración, pidiendo para cada uno de nosotros la pena de 12 años y un día. La defensa, encomendada a Eduardo Barriobero, presentó lo ocurrido como una pelea, alegando que después del tumulto sólo aparecíamos nosotros detenidos y procesados y que, en consecuencia, lo procedente era declarar nulo el proceso y promoverlo de nuevo, procesando a todos, heridos y heridores, incursos en el mismo delito de riña tumultuaria. Eso, o nuestra absolución.
El tribunal, ateniéndose a los principio jurídicos alegados por nuestro abogado, desechó la calificación fiscal y condenó en grado mínimo a cada uno de los cuatro heridos, a un año y un día a Figueras y a mí y absolvió a Roigé. Francisco Ascaso no figuraba en el proceso.
Ya por entonces, el general Martínez Anido ocupaba el ministerio de la Gobernación del gobierno dictatorial de Primo de Rivera. A extinguir la condena fuimos llevados Figueras y yo al penal de Burgos. En él, los presos eran matados a palos. De hacerlo se encargaban noventa cabos de vara, reclutados entre lo peor que entraba en la prisión. La selección consistía en elegir entre los chivatos recomendados por los directores de las cárceles de origen, los soplones de la policía, los elementos que eran transferidos al penal para no salir nunca, los gitanos andarríos que instintivamente odiaban a los no gitanos, a los «payos».
El Cuerpo de Prisiones estaba magníficamente representado, desde el director, Anastasio Martín Nieto, al administrador, Raimundo Espinosa, pasando por el jefe de servicios, don Juan «El Gallego».
La disciplina impuesta en el penal de Burgos era mitad de palo y mitad de extorsión. Del palo se encargaban los noventa cabos de vara. Los presos eran recibidos a punta de vara y de la misma manera eran conducidos a la celda. Terminado el período de celda —que consistía en brutales apaleamientos diarios—, cuya duración dependía del humor del director, el preso era transferido al llamado departamento de Higiene, que se encargaba de la limpieza del interior de la prisión, efectuada durante un sincronizado apaleamiento de los penados, colocados en filas de seis. Detrás de cada fila, los cabos de vara golpeaban sin cesar las espaldas de los presos agachados. Los que caían reventados eran recogidos y llevados a la enfermería, donde generalmente fallecían. El médico de la prisión certificaba fallecimiento, por congestión o ataque cardíaco casi siempre. Nunca por apaleamiento.
(…)
El asesinato del Noi del Sucre produjo estupor en Barcelona y clamores de protesta en todo el país. La defensa confederal no se hizo esperar e intervino con la ejecución del gobernador de Vizcaya, Fernando González Regueral (el 17 de mayo, en León) y del cardenal arzobispo, Juan Soldevila y Romero (el 4 de junio, en Zaragoza).
La lucha social de clases se había convertido en el gran problema para las clases dirigentes del país. Esta espiral de violencia y pistolerismo, iniciada por la patronal y a la que respondió la CNT, duraría hasta finales de 1923 con el golpe de estado de Primo de Rivera.