En plena crisis civilizatoria, es decir, inmersos en una crisis económica, pero también política, ecológica y de valores, se precisan alternativas radicales, propuestas que aborden los desafíos desde la raíz.
Desde el ser humano en sus comportamientos cotidianos, hasta el modelo económico y social -el capitalismo neoliberal-, que hace aguas y sólo es cuestión de tiempo saber hacia dónde evoluciona. Una posible salida es el autoritarismo oligárquico y las derivas ecofascistas; En la otra, “democrática” (en el sentido primigenio de la palabra) encajan el “Buen Vivir” y la economía feminista.
El “Buen Vivir” (“Sumak Kawsay” en lenguaje Quechua y “Suma Qamaña” en la lengua de los aymaras) recoge la sabiduría ancestral de los pueblos indígenas de América Latina, en muchos casos anterior a la colonización española. En la actualidad, parte esta filosofía de que nos hallamos ante una crisis de la especie, del ser humano en un sentido integral, por lo que resulta indispensable un cambio civilizatorio.
Uno de los grandes principios del “Buen Vivir” consiste en romper con la idea de “modernidad” tan cara a Occidente, y con algunas de sus grandes derivadas, como la noción de “desarrollo” (entendido como tal, y en cualquiera de sus especificidades). Se trata, por el contrario, de “volver al contacto con la naturaleza y a la experiencia afectiva, compartida, con otros seres humanos”, ha explicado Carlota Garrido, de Joves de CGT, en las XV jornadas organizadas por el sindicato.
Otro punto de disrupción es la enmienda total al “estado-nacional”, centralizado y jerarquizado, que emerge con las revoluciones burguesas. Por una razón casi de origen: Los nuevos estados-nacionales y el poder criollo (por ejemplo, en los casos de México y Perú) no sólo no se desligaron de la metrópoli, sino que además negaron la realidad indígena, explica Carlota Garrido. De ahí que el “Buen Vivir” asuma con fuerza las identidades plurinacionales. Además, frente al liberalismo “representativo” de corte occidental, se apuesta por la asamblea como método y como forma de gobierno; por la horizontalidad y los cargos rotatorios (el “mandar obedeciendo” que figura en numerosos textos).
Aunque, ciertamente, el individualismo “burgués” forma parte de los principios fundacionales del capitalismo, en su fase neoliberal roza el paroxismo. La filosofía del “Buen Vivir” también rechaza este culto al individualismo extremo y propone, como valor alternativo, la “colectividad”. Se plantea, explica Carlota Garrido, “la interconexión de todos los seres humanos entre sí, y con la naturaleza; pero también romper con el aislamiento y ayudarnos entre todos”. (Existe una palabra valenciana -“A Tornallom”- que procede de la sabiduría ancestral de la huerta y refleja esta reciprocidad en las relaciones).
El planteo del “Buen Vivir” se aleja, por lo demás, de la racionalidad cartesiana y de la ilustración occidental. Pero esto, matiza Carlota Garrido, no implica en modo alguno negar el valor de la inteligencia.
Lo que realmente se cuestiona es la racionalidad ilustrada, científica, fría, distante, el saber de las cátedras. Como también se pone en cuestión la dicotomía naturaleza/cultura que Occidente adopta como punto de partida. Según el “Buen Vivir” no existe tal contradicción, pues la naturaleza forma parte de la cultura. Mientras, Occidente considera el medio natural como mero objeto de explotación (la naturaleza provee y el hombre consume). Otra contradicción occidental que las culturas indígenas sabían integrar era la del binomio razón/espíritu. En resumen, frente a la competitividad y el materialismo exacerbado, la armonía (entendida como el latir en un sólo corazón).
Si esta dialéctica esta presente y bien manifiesta, hoy, en los países del Norte, también puede advertirse la polémica desarrollismo-extractivismo/sostenibilidad y respecto por la pachamama en países como Bolivia y Ecuador, cuyos gobiernos han marcado, por lo demás, notorias distancias con el neoliberalismo. Pero la cuestión es extensible al conjunto de América Latina, región próvida en recursos naturales y materias primas ambicionadas por las transnacionales, donde claman toda su verdad las palabras de Eduardo Galeano 40 años después de escribir “Las Venas abiertas de América Latina”: “Los derechos de la naturaleza y los derechos humanos son nombres de la misma dignidad”.
Y con la economía crítica feminista (otra “alternativa” radical al modelo neoliberal hegemónico), que sitúa las cuestión de género como eje, pero no como una simplificadora contraposición hombre/mujer, sino como una matriz en la que se entrecruzan numerosas variables y conflictos: raza, clase, diversidad, relaciones de poder, etcétera. En todo caso, “se cuestionan radicalmente los límites de lo que se entiende hoy por economía, es decir, el PIB, las ganancias del IBEX 35 o las ideas de crecimiento y desarrollo”, subraya la economista Astrid Agenjo, miembro de la Asociación Internacional de Economía Feminista y de la Red de Economía Crítica.
¿Qué se enseña habitualmente en la licenciatura de Ciencias Económicas? La economía como ciencia verdadera, esto es, la Teoría neoclásica del Equilibrio General, en la que se establecen determinadas simplificaciones de la realidad, puntos de equilibrio, variables esotéricas, supuestos con números y modelos matemáticos, pero que, a fin de cuentas, “no es sino ideología política y la legitimación de un orden social injusto”, explica Astrid Agenjo. “La economía crítica feminista trata de deconstruir todo esto”, agrega. Por ejemplo, el hecho de considerar que el sistema económico funciona o no adecuadamente según las tasas de crecimiento.
La investigadora pone adjetivos al paradigma dominante: “mercantilista”, “clasista”, “etnocéntrico”, “androcéntrico” y “heteronormativo”. Se oculta en las lecciones magistrales al uso, además, que la economía no configura un sistema aislado, ajeno a limitaciones como los recursos escasos o la ecología, ni a la influencia de otras disciplinas como la Sociología, la Psicología o la Historia.
“Oferta”, “demanda”, adquisición de bienes y servicios en el “mercado” a un “precio” dado. Pero, ¿Dónde queda, qué variable cuantifica el trabajo doméstico (sobre todo, el de las mujeres), la necesidad de cuidados y afectos (también en el hogar) que permiten no sólo la reproducción de la fuerza de trabajo, sino el sostenimiento de todo el sistema? “Es algo que oculta la Ciencia Económica”. Dado que tareas domésticas y cuidados recaen principalmente en la población femenina, negar esta realidad implica invisibilizar a las mujeres como sujeto y objeto de estudio.
Una acertada metáfora muy socorrida en la economía feminista explica estas lógicas: el “iceberg”. En la punta, las tendencias de acumulación y valorización de capital, pero, en la base, se encuentra la parte esencial, los cuidados de la vida. “Se trata de lógicas contrapuestas”, anota Astrid Agenjo.
Las mujeres han quedado históricamente relegadas a la base del “iceberg”. Allí, “opera la división sexual del trabajo y una ética de los cuidados a menudo reaccionaria”, añade la economista. En el fondo, late una construcción “sexuada” de las identidades, que distingue entre el hombre “proveedor” y la mujer “ama de casa”.
Un conocimiento transformador debería situar en el centro a los procesos que sostienen la vida, que permiten el mantenimiento y la reproducción de la existencia social. Que no tenga exclusivamente al mercado como referencia, sino que subraye los ámbitos domésticos y comunes. Además, “el mercado no tiene por qué ser capitalista ni orientado sólo al lucro; lo hemos de aceptar en la medida en que satisfaga nuestras necesidades”, matiza la economista.
Si el capitalismo tiene como valores de referencia la “competitividad”, el individualismo, la productividad y otros similares, en la economía crítica feminista se pone el acento en los «cuidados”. Es ésta una noción medular. Para ello, se ha de empezar por la aceptación de la “vulnerabilidad” y, en palabras de Astrid Agenjo, “romper con la quimera de la autosuficiencia” ya que “las personas somos tanto interdependientes como ecodependientes, aunque no lo reconozca así el mercado de la oferta y la demanda”.
En este marco teórico, el conflicto capital-trabajo queda subsumido y desbordado por el conflicto capital-vida (la biopolítica foucaultiana), ya que existe una explotación del trabajo asalariado, pero también una explotación en el ámbito doméstico y una apropiación (o acumulación por desposesión) de los recursos públicos. Pero sobre todo, subraya la economista, debe considerarse que “el trabajo no es sólo el asalariado y remunerado”.
El análisis parte de lo global y desciende a lo singular. 40 años de mundialización, neoliberalismo y proceso de integración europea han servido -más aún con la crisis- para situar al mercado en el centro de la actividad social y de nuestras vidas. “Hay un proyecto de privatización de nuestras existencias, que viene a decirnos vuelve a tu rincón, no te metas en política, no pienses en lo colectivo”. En el día a día, en la vida cotidiana, cada vez se depende más de la obtención de recursos para una vida digna (otra vez, pasando por el mercado). Y esos ingresos son cada vez más inestables e inseguros. Se intensifica la precariedad de la vida y la dualización social, señala Agenjo, mientras el endeudamiento disciplina a las poblaciones y les causa un agudo sentimiento de culpa.
Austeridad, recortes y “reformas”. Ahora bien, ¿Dónde se produce el ajuste final? Sin duda, en los hogares y, fundamentalmente, en las mujeres, que actúan como “colchón” último del sistema. Muchas, recuerda la economista, “han vuelto con la crisis al trabajo doméstico, sexual o al campo”. Pero también en los hogares porque hoy se impone la “economía de retales”, con familias enteras que viven de un subsidio, la suma de ingresos muy precarios o la pensión de los abuelos.
Al final, para la economía crítica feminista, se trata de apostar por la sostenibilidad de la vida, en condiciones de universalidad y respetando la singularidad. Eso significa, a nivel personal, “pasarnos el sospechómetro”, apunta Agenjo, para observar cómo tenemos interiorizados los valores capitalistas y patriarcales. A partir de ahí, cuestionarnos y tratar de modificar las pautas de alimentación, ropa, ocio, etcétera. En el ámbito social, participar en colectivos que fomenten valores “alternativos”, como grupos de consumo, bancos del tiempo, cooperativas o aldeas rurales.
Esta transformación integral, que parte de lo individual y trasciende a lo colectivo, afecta a los modos de relacionarse, consumir y actuar, pero también al conocimiento. Kant -uno de los patriarcas de la Ilustración- defendía el “Sapere aude” (“atrévete a saber”). Pero, argumenta la psicoanalista Amparo García del Moral, el verbo latino “sapere” remite también a “saborear”. Hoy, “hemos desgajado lo sensible (olores y sabores) del conocimiento”. “Tenemos la razón como guía, pero no podemos renunciar al conocimiento que aportan estos elementos sensibles”, concluye. Por eso, la economía crítica feminista y del “buen vivir” indígena también proponen una revolución en el campo cognoscitivo.