Texto publicado en el último número de la revista de la CGT Libre Pensamiento como reseña del último libro de Tomás Ibáñez “Anarquismo es movimiento”, de Virus editorial
Este es el libro anarquista sobre pensamiento anarquista más importante publicado en España en muchos años.
Desde aquel ya vetusto 1964 en que un joven universitario español exiliado en Francia acuñara la idea de la A dentro de un círculo para reconciliar y coordinar a los distintos grupos y tendencias del anarquismo, hasta esta otra formulación que hace ahora el ya veterano libertario Tomás Ibañez en su último libro “Anarquismo es movimiento”, hay una misma voluntad de agitar la terca estirpe antiautoritaria como semillero de convivencia éticamente sostenible. Solo que lo que entonces era un mensaje endógeno, ahora amplía su genealogía más allá de la autarquía de las organizaciones clásicas. Fugado el genio de la lámpara, hoy busca nuevos yacimientos en la diáspora del anarquismo nómada y vividor que poliniza la insurgencia política de este primer tercio del siglo XXI.
El texto “Anarquismo es movimiento” contiene en realidad dos libros. Sendos libros distintos pero no distantes, y por tanto hay que leerlo a pares. Lo que no quiere decir repetir la lectura sino secuenciarla para valorar sus respectivas credenciales en profundidad. En un bloque, que su autor llama “principal”, se reflexiona sobre la vitalidad del anarquismo, realidad que Ibañez da por cierta y percutiente al mostrar su “convencimiento en que esa nueva política radical se formará, paulatinamente, y sustituirá, en una plazo más o menos lejano, a las que se iniciaron en el siglo XIX” (pág.84). El otro, confiado al apartado subalterno de “Adendas”, engloba tres aproximaciones sobre las concomitancias, carencias o refutaciones que se han producido en el decurso del anarquismo según etapas y filosofías imperantes (modernidad- postmodernidad, estructuralismo-postestructutalismo y relativismo). De los dos apartados, el último es el primero en longitud de onda.
Vaya por delante que comparto sin reticencia de ninguna clase la tesis de fondo que anima el libro sobre la movilización creativa del activismo anarquista ciudadano. Por tanto, lo que sigue a continuación no es una reseña ni una presentación al uso. Tomás Ibañez no necesita presentaciones y mucho menos re-presentaciones de glosadores sobrevenidos. Razón por la cual, para no caer en huera conformidad, fijaré mi atención en esta nota de lectura sobre aquellos aspectos que por su trascendencia permiten entablar un diálogo leal y agonístico. O sea, discreparé, si cabe, desde la común convicción en esa fecunda primavera libertaria, que como siempre llegó sin avisar ni pedir permiso.
Lo primero que deseo reflejar de “Anarquismo es movimiento” son sus curiosas ausencias, absolutas o presentidas. Por ejemplo, la aparente desatención que el texto presta al “anarcosindicalismo” y, por tanto, al potencial obrero en el anarquismo del siglo XXI. Me parece algo sugerente, máxime viniendo de un investigador social que es curtido militante de la anarcosindicalista Confederación General del Trabajo. (CGT). Motivador y encomiable “reto”, además, porque dicho solapamiento posiblemente sostenga una pérdida de influencia del mundo del trabajo en el proyecto emancipador. Incluso me atrevería a decir que hay un aminoramiento del propio concepto de “trabajo” como vector de ese flamante expansionismo anarquista. De hecho, el texto asume que “la dominación, que se encuentra mucho más diversificada que en tiempos pasados, ha proliferado fuera del campo del trabajo productivo, debilitando así de forma considerable la fuerza del movimiento obrero” (pág.60). Y cuando reflexiona sobre la caducidad de la modernidad lo asocia a “la centralidad del trabajo” (págs. 103-104), concretando: “fin, por tanto, no del trabajo, pero sí de esa peculiar ideología del trabajo” (pág.106). Por nuestra parte, recordemos, revancha de la historia, que la acepción “trabajo” procede del latín tripalium, (tres palos), que identifica al yugo usado para amarrar a los esclavos para azotarlos. En cuanto al término “anarcosindicalismo” solo aparece mencionado en las páginas 33 y 84 del libro, y ello de pasada y casi como dato cartográfico. Aunque ya se sabe que, como decía el padre de la semántica general, Alfred Korzybski, “ni el mapa es el territorio, ni el nombre es la cosa nombrada”.
También el concepto “democracia”, e incluso la categoría “Estado”, diana tradicional de todo anarquismo que se precie, están bajo mínimos en el texto. Al “Estado” se le cita en la página 74, como canon de organización descendente, y en la 123 de una de las “Adendas” como sinónimo de “poder ahí arriba”, que Ibañez hace equivaler a “el Estado y los centros de poder”. En este caso, una correspondencia que remite a uno de los temas centrales del libro: la centrifugación del “poder” como marco de la práctica anarquista en el siglo XXI. “El poder se genera y brota desde todos los ámbitos de lo social porque le es inmanente”, sostiene el autor en un discurso de clara resonancia foucaultniana. Aunque esa característica polisémica o “amorfa” del poder ya fue observada en la clásica distinción que el Max Weber de Economía y Sociedad hace entre poder (“la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social”) y dominación (“la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas”).
Pero entremos en materia. ¿Cuál es la base de esa aportación que lleva a Tomás Ibañez a celebrar su particular “eppur si muove” anarquista? Según testimonia en diferentes momentos, la renovación implica “una ampliación considerable de sus líneas y de sus temas de intervención” (pág.5), debido a la insurgencia de “un anarquismo extramuros” (pág.20). Habla, pues, de un activismo casi amateur porque está encarnado “por colectivos y por personas que no provienen necesariamente de los medios que se definen explícitamente como anarquistas” (pág.7) y que se declara escasamente fundamentalista, ya que su locus radica en “acciones destinadas a subvertir, en lo inmediato, aspectos concretos y limitados de la sociedad instituida” (pág.20).
Estaríamos, pues, ante un anarquismo sin fronteras, que sin abandonar su tradicional carácter internacionalista ha descendido del pedestal de los grandes principios para socializarse en las cuestiones “mundanas”. Un afán que recuerda aquella cita del escritor portugués Miguel Torga sobre que “lo universal es lo local sin muros”. En este sentido, los nuevos códigos que le definen entran de lleno en las entrañas de la postmodernidad que arrumbó los grandes relatos y sus númerus clausus militante. De ahí los recelos que este “anarquismo en movimiento” de nueva planta ha suscitado a veces en “el movimiento anarquista” de toda la vida. La relativa incomprensión y sospecha con que determinados núcleos del “anarcosindicalismo organizado” saludaron el “protagonismo libertario” del 15M es una muestra de la problematicidad de ese recambio generacional e ideológico en la lucha por la “cuestión social”. El propio texto resulta sensible a ese prejuicio cuando alerta: “es obvio que un comportamiento horizontal y asambleario no basta para que se pueda hablar de prácticas anarquistas” (pág.27).
En este supuesto mantengo una disidencia con la percepción que avanza Ibañez. De la misma forma que su lapsus en torno al anarcosindicalismo denunciaría en realidad la prevalencia del término “anarco” sobre el de “sindicalismo” en la actualidad de los conflictos emancipadores, intuyo un sesgo estanco cuando constata las limitaciones de una construcción desde abajo, formalmente autogestionaria, sin sacar la consecuencia lógica de que su plenitud positiva demandaría perfiles radicalmente democráticos. Posiblemente este hiato argumental, presente por empatía en otros temas del libro, diagnostique una resistencia interna a la hora de consumar el despliegue de esa mutación epistemológica que anida en el libro “Anarquía es movimiento”.
Y puestos a buscar una espita que explique este posicionamiento ambivalente, me atrevería a insinuar que se halla en la secreta intención de aunar el pasado y el presente del anarquismo para asegurar su futuro sin solución de continuidad (anarquismo-neoanarquismo-postanarquismo). Porque el reconocimiento de su malísima salud del hierro viene contingentado por dos activos de la vieja escuela. Uno sería esa adscripción “paramarxista” a la imposibilidad de que exista anarquismo fuera del capitalismo. “No hay anarquismo sin el desarrollo del capitalismo” (pág.15), dice Ibañez, mientras luego reconoce que a partir de 1940, claramente durante la emergencia del capitalismo más feroz y campeador, “el anarquismo se replegó, se contrajo y desapareció prácticamente de la escena política mundial y de las luchas sociales durante décadas” (págs.17-18). El otro asidero estaría en la reivindicación del “principio organizativo” como su deus ex machina fáctico. Mi criterio es que ni uno ni otro son axiomas y que elevarlos a esa condición limita su campo de visión.
Anclar el anarquismo al avatar capitalista podría dejarle cojo, en tanto en cuanto estaríamos ponderando su potencialidad de conflicto en pos de la justicia y la igualdad, pero con merma de su razón de ser como imaginario insobornablemente libertario. Precisamente el ideal de la emancipación da respuesta a esa doble demanda mancomunada: libertad y justicia. Bakunin, con una finura de la que no siempre hacía gala, lo resaltó con su proclama “libertad sin socialismo es privilegio e injusticia, y socialismo sin libertad es esclavitud y brutalidad”. Por otra parte, el correoso tema de la organización del “anarquismo en movimiento” introduce distorsiones parecidas a las que Ibañez elucida en el contencioso del poder. Una especie de sofocante vaivén al compás del “ni contigo ni sin ti”.
Con todas las rectificaciones académicas que se quieran hacer a Robert Michels, su teorización sobre la ley de hierro de las organizaciones sigue válida en lo sustancial. Recordemos: “la organización es lo que da origen a la dominación de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización dice oligarquía” (Los partidos políticos, Amorrortu, pág.13). Posiblemente ese filo de la navaja que significa el troquel organizativo, más allá de interpretaciones maximalistas, es lo que diferencia al viejo y nuevo anarquismo. Es decir, el dinamismo de uno, también su evanescencia, y el sedentarismo del otro, también su tangibilidad. De ahí que no parezca ocioso reflexionar sobre el sitio de la organización en el anarquismo, de la misma manera que hace con brillantez el texto de referencia al afrontar el debate entre poder y dominación. Sobre todo porque el secular antiestatismo del anarquismo se cimenta precisamente sobre la refutación del Estado como suprema expresión de organización coactiva. Vaya por delante que esto no significa abrazar un nihilismo o desconocer que el ideal anarquista debe abarcar el inevitable problema de la organización social, porque estimo, remedando al jurista R. Von Ihering, que “el derecho es un organismo objetivo de la libertad humana” y que “la ley suprema de la historia es la comunidad”.
Me interesa también resaltar la reconversión que del imaginario revolucionario hace Ibañez al sostener que “es en el aquí y ahora donde se lleva a cabo la única revolución que existe y que se vive realmente” (pág.7). El nuevo paradigma transformador que el autor divisa en ese reiniciar el anarquismo licencia el clásico mito revolucionario como “algo que sólo se desea y sueña como acontecimiento futuro” (pág. 31) en favor de algo efectivamente vivido y sentido. Según esta perspectiva, se impondría una “atracción hacia lo que se podría llamar revolución continua e inmediata” (pág.31), porque “ésta no se ubica en el porvenir, sino que tiene solo el presente por única morada y se produce en cada espacio y en cada instante que se consigue sustraer al sistema” (pág.32). Posiciones todas ellas de enorme calado ya que asumen en pentimento a la vez una continuidad y una ruptura entre el anarquismo codificado de ayer y el presente “anarquismo líquido”. No solo por la ejemplaridad de los anarquistas históricos, verdadera “propaganda por el hecho”, viviendo conforme a sus ideas, sino porque fue el mismo Pierre-Joseph Proudhon quien lanzó la expresión “revolución permanente”, o más exactamente, como oportunamente recuerda Hannah Arendt, la de “révolution en permanence”.
La des-mitificación de la revolución como una apuesta de plenitud que sacrifica el presente real al incierto por-venir está a su vez cargada de potencialidad revolucionaria. Por un lado, rompe con la sacralidad implícita en un concepto que, igual que en el reino de la fe, remite al más allá (la eternidad) la realización personal al precio de inmolarse en el más acá. Por otro, e irónicamente, la presunta radicalidad del término revolución inocula un cortoplacismo baldío en nuestra agenda vital, que al normativizarse anula el continuum que integran muchos presentes revolucionarios enlazados, trenzado indispensable para fijar una cultura auténticamente transformadora. Nada hay más menos revolucionario que una idea que fideliza a la gente en la creencia de que es posible brincar del cero al infinito con un golpe de suerte, o de fuerza, la revolución al dente. Que esa es la promesa implícita en el mito revolucionario mientras estigmatiza las luces largas de las prácticas de autoemancipación realmente existentes. Tótem y tabú. Quizás por eso la ya citada Arendt reseñaba en su libro Sobre la revolución el contradictorio pedigrí del término “revolución”. Un concepto del siglo XVI confeccionado a caballo de su origen astronómico-científico (por su aparición en el libro De revolutionibus orbium coelestium de Copérnico) y del político-religioso (la expresión fue utilizada por el gobernador de Poitiers para justificar la conversión al catolicismo de Enrique IV de Francia).
Volviendo a la exposición que hace Ibañez al respecto, conviene resaltar su énfasis en la construcción del presente por un anarquismo que, sin dejar de ser reactivo, destaca orgullosamente lo proactivo. “Luchar ya no consiste solo en denunciar, oponerse y enfrentarse, es también, aquí y ahora, crear una realidades diferentes” (pág. 35), “creando vínculos sociales diferentes, construyendo complicidades y relaciones solidarias” (pág.36). Meditación que nos introduce en un aspecto poco reflexionado. Hablo de que su indudable y conocido impulso político, vector para una organización social deliberativa (la polis), no agota su proyecto emancipador. Y de que junto a este existe también otro de sesgo impolítico (nunca antipolítico o apolítico) que identifica el compromiso ético-cívico de los anarquistas como un hecho diferencial frente a otras ideologías, su propia y específica “paideia”. A ello se refiere el libro al significar que el anarquismo es “una manera de ser, un modo de vivir y de sentir, una forma de sensibilidad” (pág.38). Incluso hasta el punto de afirmar que “quienes han sido marcados profundamente por su experiencia anarquista permanecen irrecuperables para siempre” (pág.38-39).
Un profano podría percibir esta empatía a perpetuidad como el toque místico del autor, y sin embargo forma parte del arsenal de méritos que hacen de “Anarquismo es movimiento” un dechado de incitaciones. Porque cuando menciona la “experiencia anarquista” toca un tema esencial e intransferible del mundo libertario. La llamada a la acción directa y, por tanto, la asunción de no delegación política, su autogobierno contante y sonante, es una carga de profundidad contra un sistema basado en estructuras de dominación, donde las personas son masa amorfa porque la doctrina delegativa les impide vivir su propia vida. Michel Fuoucault habló de ello en el curso dictado en el Colegio de Francia ahora editado con el título “El gobierno de sí y de los otros”, y en ese contexto Ibañez señala: “no es que el sujeto sea la condición de posibilidad de experiencia, sino que es la experiencia la que constituye al sujeto” (pág.122).
Faltaría en ese guion del anarquismo aquí y ahora (mínimo y máximo; táctico y estratégico; individual y colectivo; significante y significado; local y global; de centro y de periferia; utópico y realista), hablar de su inherente relatividad. De esa imposibilidad de realización completa que le es afín. Lo que lejos de ser un baldón dignifica y humaniza su propuesta fuera de pulsiones escatológicas. Pero no hay tal olvido. Ibañez advierte a los buscadores de recompensas y a cuantos piensan en el anarquismo como un medio de afirmación psicopersonal sobre la inutilidad de su cálculo. “Quienes nos comprometemos en el combate en favor de la emancipación, jamás conoceremos el éxito final de esos combates, ni el advenimiento del tipo de sociedad con que soñamos” (pág. 41). E insiste: “contra las tentaciones totalizantes, los anarquistas debemos tener el pleno convencimiento de que sus valores, sus ideas, sus prácticas, sus utopías, sus creencias, los modos de vida que ansían, la sociedad con la sueñan, en resumen, todo lo que los distingue y los caracteriza, no conseguirá nunca, ni de lejos, la unanimidad de una humanidad extraordinariamente diversa” (pág.89). ¿Cabe mayor prueba de desinteresada exigencia libertaria?
Claro que ante este horizonte alguien podría plantearse qué sentido tiene adherirse a la movida anarquista. La fábula del campesino que antes de morir dice a sus hijos que les deja un teoso escondido en el campo, oficiaría como posible respuesta. Al fallecer el anciano, sus herederos lo buscan denodadamente sin encontrarlo, y al final se dan cuenta que el tesoro era el bienestar proporcionado al remover la tierra para buscarlo. El anarquismo que avizora Ibañez tampoco es el fin de la historia. A lo sumo es como ese tesoro que nunca se cobrará pero que contribuye a hacer el mundo mucho más habitable, digno, libre, fraternal e igualitario.
Otro de los méritos de “Anarquismo es movimiento” es darnos noticia de una plantel de estudiosos extranjeros, en su mayoría del ámbito anglosajón que, como el mismo Ibañez, en sus investigaciones hacen un “llamamiento a sobrepasar el anarquismo en nombre de la anarquía” (pág.63). Así tenemos a Hakim Bey, Todd May, Andrew Koch, Saul Newman, Lewis Call, Jason Adams, Benjamin Franks, Jesse Cohn, Wilbur Shaw, Nico Berti; Vivien García, Nathan Jun, Michael Schmidt o Lucien van der Walt. Todos ellos, con sus peculiaridades, positivos o críticos, nos introducen en el territorio del postanarquismo y de rondón en la prospectiva libertaria, mediante una muy atractiva especulación intelectual sobre “la misteriosa capacidad que tendría el anarquismo para trascender las condiciones que lo constituyen” (pág.73). De suyo, es un hecho que en este primer tercio del siglo XXI el anarquismo, o una cierta idea de anarquismo libremente interpretado, sobrevive sobre las cenizas del fascismo y el comunismo, sus rivales totalitarios que alcanzaron el olimpo del poder político-gubernamental.
Es interesante resaltar que este baipass ideológico incide en la crítica anarquista a la representación (aunque el libro no cita a su principal teórica Hannah Fenichel Pitkin) y que su origen se remonta a una lectura estructuralista de los “acontecimientos” de Mayo del 68, donde confluyeron valores de la modernidad y de la postmodernidad. ¿Es el l 15M su penúltima declinación, aunque el gurú de la “modernidad líquida”, Zygmunt Bauman, lo desmerezca, de la misma forma que Jacques Lacan prejuzgó la irrupción del sesentayochismo? Porque ayer como hoy, el activismo que ha descendido a las calles hace de la utopía un referente radical ante la imperial divisa “No Future”, “No Alternative”. Un optimismo de la voluntad firmemente sustentado en que “hay que creer muy intensamente que otro orden de cosas, mucho más atrayente que el existente, es posible, y desear fervorosamente que esta posibilidad se realice para entregarse sin reserva a la lucha por cambiar la realidad existente” (pág. 84). Nada inédito, por otra parte, en cuanto al hecho de resaltar la potencialidad transformadora del “imaginario”. «El hombre no hubiera logrado lo posible si no hubiera intentado una y otra vez lo imposible”, señaló Weber. Porque nada está escrito.
El bloque dedicado a las “Adendas” tiene una notable singularidad. En los tres apartados de que consta, apenas aparece la palabra anarquismo. Solo se menciona brevemente al principio de la Adenda 2 para reflejar la influencia del “postestructuralismo sobre la configuración del postanarquismo” (pág.113), circunstancia que páginas más adelante asimila a su mutua “concepción del poder” (pá.124), y en la justificación de la Adenda 3, al fijar en el rechazo de la ideología de la Ilustración uno de los motivos de confluencia entre el relativismo y “el tipo de pensamiento que inspira el postanarquismo” (pág.127). Y sin embargo estas Adendas son las reflexiones de mayor enjundia anarquista de toda la obra. Ibañez aborda aquí cuestiones estratégicas que si no existieran dejarían su discurso sin humus, desarraigado.
En estas Adendas se resume y justifica desde el punto de vista filosófico la dinámica que fluye en esa fecunda hibridación del anarquismo vividor. Asuntos como la aceleración del ritmo histórico; el agotamiento de la idea de progreso; la deriva de las expectativas racionales; la tentación despótica del esencialismo; la nueva sintaxis social del poder; la problemática del sujeto y la conciencia como entes constituidos, entre otros, son algunos de los múltiples registros que aborda “Anarquía es movimiento” en esta última densa y lúcida sección que demuestra, contra el tópico, que a veces segundas partes resultan imprescindibles. Pero esa es otra historia.
Concluyamos. En alerta o en reposo, los anarquistas somos personas de orden. No sé si “la más alta expresión del orden”, como reclamó Eliseo Reclus, pero de orden. Aunque solemos leer los periódicos por el final, al terminar siempre los dejamos abiertos por la portada. Gentes de orden a las que fastidia la disciplina de lo estadísticamente correcto y la obediencia debida. Como metáfora, cabría decir que la anarquía es a la construcción social como el descubrimiento del cero para las matemáticas. En nuestro caso, un cero al que el sistema se empeña en situar a la izquierda, pero que cuando rompe en movimiento puede resultar pura “dinamita cerebral” para cuestionar el trágala del consentimiento.
Rafael Cid