En las calles de Madrid hay
espacio para floristas, titiriteros, manifestantes, hinchas del Madrid, del Aleti e incluso del Barça, libreros, autores,
músicos y conferenciantes; hay sitio para gays, lesbianas, okupas, desfiles militares. Por las aceras de la ciudad
se puede reivindicar la República y a Franco, protestar contra los desmanes del cambio climático, la subida de la cuota
lechera, las guerras justas e injustas y después hacer botellón. Las calles de Madrid son para todo Dios menos para
los ateos. El ateo en su casa, que ya caerá del guindo. El ateo que no se note, que no se vea, que no salga y sobre todo
que no hable. Los ateos no caben en Madrid.
Es curiosa la reacción que ha producido el
anuncio de manifestación de descreídos en Madrid. Se les han echado encima al cuello, todos a una: primero unos
querellantes privados entre los que había siete abogados e inmediatamente después las fuerzas vivas, con un paso al frente,
para prohibirlo todo. Los radicales de Aguirre y los moderados de Gallardón en eso han actuado sin fisuras. Han estado a la
altura de su sesgo y sus orígenes nacionalcatólicos. Contra Dios no se juega. En Madrid, no. Ni una broma.
El
monopolio de la indignación en España sigue siendo del creyente fervoroso, del meapilas con complejo de cruzado, del
capellán, las monjas y los autobuses con parroquianos de diferentes sectas eclesiásticas. Solo el católico cegatón e
intransigente tiene derecho a poner el grito en el cielo y sentir que la única sensibilidad que se hiere es la suya. No cae
en que con la misma vergüenza que él se rasga las vestiduras cuando cree que se ha ofendido o se va a ofender a su Dios,
sus vírgenes y sus santos, alguien que no comulgue con ningún sentimiento religioso, que no profese creencia, puede
sentirse agredido y ofendido por el atraso moral y la intransigencia de sus símbolos. Por los pasos, los capuchones y la
obsesión castrante de sus dogmas y jerarquías a la hora de coartar libertades. No caen en que puede ser indignante e
insultante en la misma medida contemplar cómo a capricho ocupan ellos las calles con sus rosarios, sus sotanas y sus misas
para las que sí cabe cortar el tráfico… Aun cuando vayan a exhibir banderas inconstitucionales o proferir insultos y
amenazas contra acciones de Gobiernos democráticamente elegidos.
En este país todavía resulta más natural y
permitido por las autoridades que unos nazarenos y penitentes se fustiguen a latigazos en la vía pública o caminen descalzos
para purgar sus pecados a que unas asociaciones de ateos salgan a manifestar en Jueves Santo su manera de creer o no creer
en nada. Existe una confusión inquietante, un doble rasero injusto en el que se acorrala de hecho al laicismo en beneficio
de la cruz. Y en eso, España demuestra todavía un atraso preocupante en la actitud sumisa de sus gobernantes a derecha e
izquierda. Los espacios públicos se prestan para todo el mundo.
Pero no es así con respecto a las conciencias.
Una inmensa mayoría hace tiempo que superaron esto. Por mucho que salgan en procesión, la gran mayoría de los españoles
prefiere el sentido común y el descanso esos días antes que el fervor teatralizado de la Semana Santa. La lógica ha ganado
la batalla a los templos. Hoy, la Semana Santa, lo ha explicado muy bien la derecha, es un bien de interés turístico. Por
eso se ataja de raíz cualquier intento de demostración en la calle que ose poner en solfa ese ya casi extinguido y superado
ADN católico de nuestras sociedades. Ya bastante doloroso para ellos es contemplar cómo los templos se vacían como para
tener que soportar al demonio en las calles.
Una nueva espiritualidad va ganando terreno, la que no se siente esclava
de ningún catecismo, la que predica y practica la libertad en privado de las creencias o los descreimientos, la que elige
destinos propios y no marcados, la de la modernidad frente al oscurantismo. Sin un Dios que marque ni guíe obsesivamente
las conductas. Esa es la realidad sin necesidad siquiera de manifestarse.
Jesús Ruiz Mantilla.