Presentado en la librería asociativa La Repartidora de Valencia, el libro del historiador Miquel Amorós “Durruti en el laberinto” (Virus) comienza en las jornadas de julio de 1936 en Barcelona, donde la CNT impulsó una sociedad “alternativa” a la edificada por la burguesía; continúa con la actividad de la Columna Durruti en el frente aragonés, y termina con la llegada a Madrid, donde la muerte del líder anarquista engarza con la forja del mito. Amorós -que en la Editorial Virus ha publicado tres libros sobre el anarquismo “disidente” en la guerra de 1936: “La revolución traicionada”; “José Pellicer. El anarquista íntegro” y “Maroto, el héroe. Una biografía del anarquismo andaluz”- apunta con sus críticas fundamentalmente al comunismo hegemónico de la época (el PCE y la Unión Soviética), pero también a lo que llama la “burocracia” de la CNT, que entró en cuatro ministerios (participó del poder estatal con otros partidos políticos) y se mostró contraria a la organización basada en milicias.
El 11 de agosto de 1936 un bando de Durruti dejaba para la posteridad otra huella de su ideario. La cosecha se consideraba como algo “sagrado” tanto par el pueblo trabajador como para la causa antifascista; los comités empezaron a administrar el “patrimonio popular” integrado por los bienes de los hacendados facciosos. A otro periodista y escritor anarcosindicalista, Eduardo de Guzmán, le comentó: “Éste no es un ejército como el que habrás visto en otros frentes. Aquí no hay generales, estrellas ni fajines. Aquí no hay más que compañeros que luchan por la revolución”. La posición antagónica a la práctica de Durruti la constituía, según Amorós, una burocracia “posibilista” que encabezaba la CNT y sobre todo la FAI, una “burocracia” cada vez más alejada de las bases. Mientras Durruti combatía con su columna en el frente aragonés, la dirigencia libertaria se preocupaba por el “reparto del poder” con el resto de partidos, destaca el historiador.
Molestaba especialmente al revolucionario anarquista, hombre de acción, la separación entre la retaguardia y el frente, hecho que constató en Barcelona. “Y mientras nosotros luchamos, ¿qué hacéis allá?”, preguntó en una ocasión en referencia a la capital (en el frente había escasez de armas, municiones, gasolina, transporte y cañones). “Durruti recogía el sentir de los milicianos, exigiendo que la retaguardia se pusiese al servicio de la guerra”, apunta Miquel Amorós. En “Solidaridad Obrera” el periodista Jaime Balius se refería a una “nueva moral” en la retaguardia. Se imponían las urgencias del frente, lo que Durruti expresaba siempre que podía, por ejemplo rumbo a Huesca: “Si no habéis colectivizado tratad de hacerlo porque es urgente, es necesario que el pueblo sepa a lo que aspiramos”.
El libro del historiador catalán contiene abundante munición para la polémica. Por ejemplo, cuando señala los impedimentos con los que se encuentra Durruti para entrar en Zaragoza, y en general para materializar la Idea. Por un lado, no disponía de aviones, tanques y los 60.000 combatientes necesarios para llegar a la capital aragonesa; El segundo obstáculo consistía en que el gobierno republicano “temía más el triunfo de la CNT que el de Franco”, y en consecuencia no aportaría recursos para cumplir con este fin. Para rematar, “los rusos no deseaban la entrada de Durruti en Zaragoza porque una victoria de la CNT de esa magnitud la confirmaría como fuerza dominante”. En Cataluña, añade el historiador, partidos y sindicatos –incluida la CNT- apostaron por un gobierno de unidad que neutralizara la revolución. Los dirigentes anarcosindicalistas –Cipriano Mera, García Oliver o Federica Montseny- también pedían un ejército unificado frente al modelo de columnas y milicianos.
Frente al discurso hegemónico que planteaba la “militarización” de las milicias, Durruti sostenía en un tono aleccionador: “Hay muchos compañeros que confunden de modo lamentable la disciplina con la autoridad (…). Libertad y autoridad se repelen, se contraponen, y si la una priva, la otra muere”. Reunida en Osera (Zaragoza), la Columna de Durruti rechazó la “militarización” con una carta a la Generalitat de Cataluña en la que se afirmaba: “El trabajo realizado en el frente por nuestros milicianos y el avance constante de nuestras posiciones son nuestro exponente mejor a favor de la autodisciplina”.
La llegada de Buenaventura Durruti a Madrid (noviembre de 1936) permite ser interpretada desde diferentes puntos de vista. En opinión del autor, es “la culminación de la entrada de la CNT en el gobierno”, es decir, la participación del anarcosindicalismo en el poder republicano. Con halagos y apelaciones a la disciplina necesaria en cualquier organización, a Durruti y a una parte de sus milicianos se les apartó del frente de Aragón y la posibilidad de tomar Zaragoza.
Con claridad lo expresa Amorós: “No hay que olvidar que le enviaban a Madrid para eliminar un obstáculo a la militarización en el frente aragonés (…); le sacaban de Pina y Bujaraloz por ser un símbolo contra el orden burgués que se pretendía restaurar en Cataluña”. Durruti y los milicianos retirados de Aragón se situaron en primera línea en el frente de Madrid, ciudad que les resultaba desconocida (“Quienes le habían dicho que iba a ser su salvador (Madrid) y que su presencia iba a cambiar el curso de la guerra, habían tratado de engañarle miserablemente”). En los combates de la Ciudad Universitaria, las bajas mermaron a la mitad los efectivos de la columna.
La última parte del libro trata de arrojar luz a una pregunta de calado histórico: “¿Quién ha muerto a Durruti?”. “Durruti en el laberinto”, informa la editorial Virus, aporta documentación que abona la responsabilidad de “agentes estalinistas” en una muerte “aparentemente fortuita”, provocada supuestamente por una bala que se disparó desde el bando fascista. A esto se añade la “complicidad de la burocracia cenetista” en el gobierno. “A Durruti le mataron sus compañeros, le mataron al corromper sus ideas”, remata la información de Virus en la presentación del texto. Las masas en un respetuoso silencio aguardaban la caravana con el féretro en las calles de Valencia; en Sagunto, Villarreal y Castelón cerraron las puertas de fábricas y comercios. La comitiva llegó a Tarragona y demorándose en los pueblos arribó a Barcelona el 22 de noviembre de 1936, donde medio millón de personas se reunieron en las calles.
Amorós recoge el testimonio de uno de los asistentes a los funerales, citado en “La muerte de Durruti”, de Joan Llarch: “En adelante los coches oficiales de los funcionarios de la nueva burocracia obrera, se deslizarían por las calles de la retaguardia republicana más injuriosamente seguros. La Revolución Libertaria había muerto al mismo tiempo que Buenaventura Durruti”. También confirman la tesis principal del libro las palabras de Arturo Parera, miliciano de la Columna Ortiz: “En realidad el gobierno republicano lo que quería era sacar a Durruti de Aragón para poder eliminar todas las colectividades, pero eso lo entendimos demasiado tarde. Lo llevaron a Madrid con dos mil hombres y allí encontraron ocasión de matarlo”. Fenecido Durruti, empezó la construcción del mito y, concluye Miquel Amorós, el vaciamiento del contenido revolucionario de su obra.