Vicenç Navarro
Catedrático de Ciencias
Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins
University.
Desde sus
inicios, el movimiento ecologista ha tenido dos vertientes o versiones. Una asume que el mayor problema que tiene la
humanidad debido al deterioro del medioambiente se debe al crecimiento demográfico que, al generar el consumo de más y más
recursos, llegará a determinar un deterioro total del medioambiente, que será inhabitable.
El autor más
conocido de esta versión (que fue homenajeado por el gobierno de la Generalitat en 2009), que podríamos llamar malthusiana,
es Paul Ehrlich que terminaba su famoso libro The Population Bomb con este párrafo “La causa más importante del
deterioro ambiental a nivel mundial es fácil de ver. La raíz del problema es que cada vez hay más coches, más fábricas, más
detergentes, más pesticidas, menos agua, demasiado dióxido de carbono, resultado de que hay demasiada población en el
mundo”.
De esta explicación de la crisis medioambiental, Paul Ehrlich deriva su propuesta de solucionarla
centrándose en controlar el tamaño de las poblaciones e intentar reducir su crecimiento. Esta versión aparece de muchas
maneras y con distintos matices. Suele ir acompañada de la teoría de las limitaciones de los recursos que se están
consumiendo y, entre ellos, los recursos energéticos son un ejemplo claro. La futura limitación de las fuentes de energía
no renovables tiende a ser el caso citado como causa de alarma y preocupación por los autores pertenecientes a esta
tradición.
La otra versión del movimiento ecologista es la que centra la causa del deterioro ambiental, no
tanto en el crecimiento de la población, sino en el crecimiento de la utilización de tecnologías o sustancias tóxicas y
contaminantes, que pueden sustituirse, independientemente del crecimiento de la población. Su máximo exponente es Barry
Commoner que fue el fundador del movimiento ecologista progresista en EEUU y que, diferenciándose de la versión
conservadora –que se caracterizó por su determinismo demográfico-, centró sus propuestas en el cambio y sustitución de los
recursos y tecnología utilizados, cuestionando la inevitabilidad del deterioro medioambiental que Ehrlich consideraba como
consecuencia del crecimiento demográfico. Barry Commoner mostraba la reducción del dióxido de carbono (resultado de
sustituir el tráfico de mercancías por carretera por el de tráfico ferroviario, basado en la electricidad) como ejemplo de
la reversibilidad del daño medioambiental. Barry Commoner no ponía el énfasis en el crecimiento demográfico sino en la
utilización de productos que afectan negativamente al medioambiente y, por lo tanto, a la humanidad. La solución es
encontrar sustitutivos a los productos contaminantes. La sustitución de la energía nuclear por las energías renovables como
la solar es un ejemplo de ello.
En varios escritos, que se han convertido en clásicos, Commoner analizó la
contaminación atmosférica (debida al dióxido de carbono) en varios países desarrollados y subdesarrollados, mostrando que la
variable más importante para explicar la calidad ambiental no era la población sino la tecnología utilizada, de manera que
países con escasa población podían ser muy contaminantes y países muy poblados no tenían que ser contaminantes, pues podían
utilizar tecnologías que no afectaban negativamente al ambiente (Commoner, Barry “Rapid Population Growth and Environmental
Stress” y “Population, Development, and Environment: Trends and Key Issues in the Developed Countries”, ambos publicados en
el International Journal of Health Services, Volumen 21, 1991 y Volumen 23, 1993). La población podía ser una
variable influyente en el crecimiento de la toxicidad en el medioambiente, pero el impacto de la tecnología utilizada era
varias veces superior al impacto generado por el tamaño de la población. Barry Commoner cuestionaba el catastrofismo que
suele caracterizar la versión ecologista conservadora, refiriéndose al mejoramiento de las aguas en varios ríos
estadounidenses, resultado de la regulación del flujo de sus aguas.
Esta concienciación de la importancia
de la utilización de estas tecnologías y productos contaminantes llevó a Barry Commoner a analizar porqué unas tecnologías
eran utilizadas más que otras. Y ello le llevó al estudio de la estructura económica y energética de un país, concluyendo
que la estructura de poder que sostiene el tipo de producción era el causante del deterioro ambiental. Y le preocupaba
mucho, por ejemplo, la enorme concentración de la propiedad de las energías no renovables que coincidía con la de las
renovables. Y de ahí deriva el problema.
Las teorías del
decrecimiento
Una situación semejante existe ahora en algunas de las teorías del
decrecimiento. En un momento en el que la economía no crece, causando enormes daños, como el elevado desempleo, aparecen
teorías económicas que sostienen que el crecimiento económico es malo, pues consume más y más recursos que son finitos,
cuya desaparición causará gravísimos daños, considerando el decrecimiento como una evolución positiva, forzándonos a todos
a ser más austeros en nuestro consumo. Como millones de seres humanos ya viven en condiciones de gran austeridad, no queda
claro qué es lo que tienen que hacer los países austeros, excepto desincentivar que se consuma más. Su solución, por lo
tanto, se aplicaría a los países de gran consumo, comúnmente conocidos como “países económicamente desarrollados”. Y es ahí
donde se centra la propuesta de reducir el consumo que se considera un despilfarro de recursos finitos e
insustituibles.
El problema con esta propuesta es (tal como Barry Commoner criticaba a Paul Ehrlich) que asume
erróneamente que solo hay un tipo de consumo y actividad económica y que hay solo una manera de crecer económicamente
(además de sostener también la finitud de recursos y/o su falta de sustituibilidad).
El
crecimiento es una categoría contable y tiene un carácter genérico que nos dice muy poco. Se puede crecer económicamente
produciendo prisiones y tanques y se puede crecer construyendo escuelas e investigando cómo curar el cáncer. Se puede
crecer construyendo grandes edificios o manteniendo los ya existentes para hacerlos más ahorradores de energía y
habitables. Ser anticrecimiento, sin más, es una actitud que refleja un cierto inmovilismo que perjudicará a los más débiles
de la sociedad como ya estamos viendo ahora, cuando las sociedades están decreciendo. La cuestión no es, pues, crecimiento
o decrecimiento sino qué tipo de crecimiento, para qué y para quién. Hoy las necesidades de la población mundial son
enormes. Exigir que el mundo deje de crecer es equivalente a negar la posibilidad de mejorar. Ni que decir tiene que
existen ya los recursos para permitir una vida digna a todos los ciudadanos del mundo. Ahora bien, alcanzar esta realidad
requerirá una enorme redistribución de los recursos que será necesaria pero insuficiente, pues habrá la necesidad de
producir más y mejor para satisfacer las enormes necesidades, definidas estas democráticamente.
Esta
redistribución no pasa necesariamente por una reducción del crecimiento de los países desarrollados como algunas voces del
movimiento por el decrecimiento están sugiriendo. En realidad, y tal como he indicado anteriormente, el tema relevante no es
el crecimiento sino el tipo de crecimiento. La sustitución del transporte de mercancías en camión por un sistema
ferroviario no contaminante para ahorrar energía o la sustitución del coche contaminante por el coche eléctrico o del coche
individual por el transporte público colectivo no suponen necesariamente un crecimiento menor sino otro tipo de crecimiento.
Esto es lo que algunos defensores del decrecimiento parecen ignorar. Es necesario redefinir lo que se entiende por
crecimiento pero me parece erróneo asumir que hay solo una forma de crecer y concluir, con ello, que el crecimiento
económico es intrínsecamente negativo. Como también me parece erróneo asumir que la inteligencia humana, puesta al servicio
de las necesidades de la población en lugar de optimizar la acumulación del capital, no pueda redefinir los recursos
materiales, de manera que enriquezcan en lugar de que deterioren la calidad medioambiental del planeta. Ejemplos de que
ello es posible ya tenemos, como bien documentó Barry Commoner.
Una última observación. Nada de lo que he dicho
puede interpretarse como una dilución de mi compromiso en cuanto a la necesidad de tomar medidas radicales para prevenir el
deterioro medioambiental y aplaudo el esfuerzo de movimientos ecologistas a favor de concienciar a la ciudadanía del grave
problema que se ha creado con el crecimiento actual, poco respetuoso, cuando no hostil, con la calidad medioambiental de
donde las poblaciones viven. Pero, es este mismo compromiso el que me exige ser crítico con aquellas voces que parecen
añorar nostálgicamente un mundo pasado, negando la posibilidad del progreso. Hace años, debatí con Ivan Illich, criticando
su postura opuesta a la universalización de los servicios sanitarios, por considerar que negaban al ser humano su
característica de ser autónomo, creando dependencias del sistema médico. Este mirar atrás puede verse fácilmente como una
mera actitud regresiva. Y es ahí donde creo que se puede llegar con este discurso anticrecimiento. Se tiene que exigir otro
tipo de crecimiento, un crecimiento que responda a las necesidades humanas y no a la necesidad de acumular capital, pero
esto es muy distinto a paralizar todo el crecimiento. Me parece un profundo error.