El anarquismo es vitalidad, dinamismo, mutación, cambio. “Anarquismo es movimiento”, titula el teórico y militante anarquista Tomás Ibáñez el libro publicado por Virus. El autor, catedrático de Psicología Social en la Universidad Autónoma de Barcelona hasta 2007, hijo del exilio anarquista en Francia, activista en el mayo del 68 francés y en los intentos de reconstrucción de la CNT, recoge en la introducción del libro una intuición del filósofo greco-francés, Cornelius Castoriadis, que resume el texto: “O bien lo social-histórico es abierto y permite la creatividad radical, o bien nos vemos condenados a repetir indefinidamente lo que ya existe”.
Dicho de otro modo, lo que hace Tomás Ibáñez en este ensayo de 142 páginas es enfrentarse a los “guardianes del templo” o, como confiesa en el preámbulo, apelar a un anarquismo “dispuesto a poner constantemente en peligro sus propios fundamentos”. Entre el inicio de los años 40 (siglo XX) y final de los años 60, el autor constata una “fosilización” del anarquismo. Y éste es siempre movimiento. Como reitera Ibáñez en los cinco capítulos y las tres adendas del texto: “El anarquismo se forja constantemente en las prácticas de lucha contra la dominación: fuera de ellas, se marchita y periclita”.
El renacimiento del espíritu libertario se apunta con la oposición a la guerra de Vietnam, los movimientos de contestación en las universidades de Estados Unidos, Francia, Alemania o Italia y, fundamentalmente, en mayo del 68. El vigor de las manifestaciones “antiglobalización” recoge el legado anarquista en los albores de la nueva centuria. “Hay que reconocer que la proliferación de las actividades libertarias en este comienzo de siglo era difícilmente imaginable hace muy pocos años”, afirma el autor de “Anarquismo es movimiento”. En el estado español, el final de la dictadura abrió un periodo (1976-1978) de inesperado florecimiento anarquista (unas 100.000 personas participaron en 1977 en el mitin de la CNT celebrado en Barcelona).
El relato de Tomás Ibáñez camina hacia el presente, donde se topa con las ocupaciones de plazas y lugares públicos (tanto en el estado español como en Wall Street) que adoptaron fórmulas de acción y organización muy cercanas al anarquismo. ¿Cuál es la novedad de estos fenómenos? “Hoy el movimiento anarquista ya no es el único depositario, el único defensor de ciertos principios antijerárquicos, ni de ciertas prácticas no autoritarias (…). Estos elementos se han diseminado fuera del movimiento anarquista”.
En el capítulo 5 el autor subraya la función de los imaginarios, esenciales en cualquier comunidad política, pues cohesionan a la población y pueden animar las luchas antagonistas. En este punto también el anarquismo es movimiento. En los años 60 (siglo XX), a los militantes les empujaban las representaciones de la Comuna de París, la Semana Trágica de Barcelona, el motín del Kronstadt y la Revolución de 1936 en España. Hoy los hitos escogidos son otros: Chiapas (1994), Seattle (1999), Gotemburgo y Génova (2001), el barrio de Exarchia en Atenas (desde 2008 hasta hoy); Madrid, Barcelona y Nueva York (2011), y la plaza Taksim (2013).
El autor de “Aproximaciones a la Psicología Social”, “Municiones para disidentes” y “¿Por qué A? Fragmentos dispersos para un anarquismo sin dogmas” no renuncia a abordar cualquier debate. Alguno, muy actual en los centros sociales, como el planteado por Murray Bookchin a mediados de 1990 al señalar la dicotomía entre un anarquismo “social” y un anarquismo “estilo de vida”. Según Tomás Ibáñez, “lejos de ser opuestos están de hecho íntimamente ligados”.
En todo caso, el autor sostiene que el anarquismo resurge con fuerza en el comienzo del siglo XXI, a lo que contribuyen factores como las nuevas tecnologías (que facilitan la autoorganización y la horizontalidad), el acierto en subrayar la crítica al poder (con los palmarios efectos de éste en la vida cotidiana) y la implosión tanto de la URSS como se sus satélites. Sobre la idea del poder, trascendental, vuelve Tomás Ibáñez en varias ocasiones, y para ello se remite a las investigaciones de Foucault. También rescata, sin citarla la noción de “biopolítica”: “La toma de conciencia política se origina cada vez más en la experiencia del control ejercido sobre nuestra vida cotidiana, y en la percepción de que es nuestra experiencia entera la que se encuentra mercantilizada”. Todo ello coadyuva a la vigencia del ideal libertario.
Pocos debates, aristas y concomitancias del pensamiento anarquista quedan por tratar en el libro. El autor aborda, también, la relación que mantienen anarquismo y modernidad. Pese a reconocer que el anarquismo “no puede estar sin profundamente marcado por las condiciones sociales y las ideas fundamentales de la modernidad”, ciertamente se sitúa “en” y “contra” ésta. El anarquismo compartía en buena medida una creencia “moderna”: la del individuo con capacidad para realizarse, libre y autónomo, si logra sustraerse a las fauces del poder. El postestructualismo y la postmodernidad, de los que se nutre el postanarquismo, desmienten el “mito”, pues éste individuo idealmente libertado estaría asimismo atravesado por relaciones de poder.
En este punto Tomás Ibáñez retorna a los desarrollos foucaultianos, pues el poder no es únicamente una imposición estatal que se proyecta de arriba abajo. También se irradia en sentido inverso, a partir de las relaciones entre los sujetos, que también se establecen en términos de poder.
Pero el autor no se detiene en este punto, y en un bucle teórico de enorme interés recoge las críticas al postanarquismo, entre otras razones porque la divisoria entre anarquismos “moderno” y “postmoderno” no es tan estricta como pudiera parecer. Autores como Nathan Jun sostienen que el anarquismo clásico ya anticipaba cuestiones en las que insistirían, muchos años después, los postestructualistas. Así, las ideas de Proudhon, Bakunin o Max Stirner estarían bastante cercanas a las de Nietzsche, filósofo que tanto influyó en Foucault y Deleuze. Más dura es la crítica al postestructuralismo por parte de Newman, Bookchin y Zerzan. Consideran estos autores que, al cuestionar la autonomía del sujeto y el potencial emancipador de la Ilustración, el postestructuralismo implicaría un irracionalismo nihilista que desembocaría en una incapacidad para el compromiso y en opciones conservadoras.
Tomás Ibáñez previene asimismo contra las “tentaciones totalizantes”. En términos más simples, quienes abrazan la Idea han de tener claro que sus planteamientos “no conseguirán nunca, ni de lejos, la unanimidad de una humanidad extraordinariamente diversa”. Hay que aceptar por tanto una “realidad plural y heterogénea” y una “necesaria coexistencia” con otras opciones. Otra cuestión nada baladí es la disyuntiva entre teoría y praxis, conocimiento de la verdad y ética. Así la han resuelto históricamente los anarquistas, señala Tomás Ibáñez: “Decidir cómo queremos ser importa bastante más que preguntarnos a cerca de qué podemos conocer”.
Por lo demás, el autor aboga por la mezcla y por evitar las tentaciones de aislamiento. Se trataría más bien de “abrirse a ideas y experiencias procedentes del afuera de nuestra propia tradición”. Asimismo reivindica para el anarquismo la idea de utopía, pero no como “un proyecto de futuro en busca de realización”, sino más bien como una “incitación para la lucha”. No consiste el pensamiento utópico, por tanto, en sacrificar el presente en aras de un futuro ideal y supuestamente exento de contradicciones.
Ésta es precisamente otras de las tesis que recorre el libro: “Es en nuestra vida cotidiana donde las personas tenemos que vivir la revolución”. Llevar en el presente una vida coherente con los ideales anarquistas puede producir una satisfacción personal, pero esto no es suficiente. El verdadero objetivo es “articular un modo de lucha”. El libro de Virus se remata con tres oportunos apéndices que contextualizan al anarquismo en movimiento: “De la modernidad a la postmodernidad”; “El postestructuralismo como punto de inflexión en los modos de pensar” y “Relativismo contra absolutismo: la verdad y la ética”.
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