El fundador de ‘Ajoblanco’ reivindica el legado de la transgresora revista que, desde Barcelona, pretendió cambiar a la sociedad española mediante la cultura libertaria.
Barcelona era un mundo ajeno al país. Al menos, aquellas Ramblas donde se cruzaban editores independientes, jueces de la nova cançó, seres del underground, antifranquistas de toda ralea y escritores suramericanos que hicieron boom. En ese caldo de cultivo para que el ansia de libertad y justicia social tomase forma, no lejos de allí, en un modesto piso de la calle Aribau, se gestó una revista con la que miles de españoles se sacudirían los tabúes y la carcunda durante el tardofranquismo y la transición. Frente al clima asfixiante y represivo de Madrid, capital de la una, grande y libre, la urbe catalana respiraba cierto vacío de poder que alentó toda clase de manifestaciones de carácter alternativo y contestatario, incluida la prensa contracultural. Se llamaba Ajoblanco.
Pepe Ribas estudiaba Derecho y se sentía entre la espada del autoritarismo y las consignas políticas de las paredes de la Facultad. «Estaba tomada por la extrema izquierda, que era bastante dogmática», recuerda cuarenta años después del nacimiento de la revista. «En las asambleas copaban el poder y no te dejaban hablar». Los malditos como él, confinados en un rincón, decidieron forrar los muros de la Universidad con poesías, mientras afuera se corrían los cien metros grises. Fue la primera acción de una pandilla de libertarios que decidió fundar una publicación transgresora cuando el verano de 1973 echaba el candado.
Flora, «la mujer de un torero sin suerte», sirvió a los jovenzuelos del grupo poético Nabucco una sopa fría de almendras antes de que Ribas anunciase su intención de lanzar una cabecera alejada de los círculos universitarios. «Me miraron como si estuviese loco, pero era necesario romper el monopolio cultural imperante y aportar nueva energía». Esa misma noche recibiría el bautismo con el derramamiento del blancuzco líquido bendito que la dueña malagueña del restaurante Putxet les había servido. De ahí el nombre de pila, Ajoblanco, que pronto vería la luz en un contexto de lucha obrera, movimiento estudiantil, efervescencia cultural y rechazo a lo establecido, justo un año antes de la muerte de Franco.
La cuestión era dar un paso adelante, pero no de la mano de los partidos de la izquierda ortodoxa, de los que renegaba. «No sabíamos bien si éramos ácratas, porque no había libros donde leer qué era la acracia», rememora Ribas, entonces un libertario divino de familia burguesa con ganas de experimentar, de encontrar una voz propia y de difundirla por todos los pliegues del país «mediante una red de activistas que conectaba a profesores de instituto con universitarios, jóvenes obreros, responsables de teatros alternativos, organizadores de conciertos y libreros progresistas». Así describió en su libro Los ’70 a destajo (RBA) la distribución paralela y de tapadillo de la publicación, cuyos temas, secciones y especiales nada tenían que ver con los de la prensa convencional: antipsiquiatría, anarquismo, ecología, sexualidad, cooperativismo, energías libres, naturismo, homosexualidad, educación antiautoritaria, urbanismo sostenible, presos…
«Lo bueno fue que no éramos conscientes de lo que estábamos haciendo y actuábamos de forma grotesca. Era un tiempo en el que no tenías miedo al otro», afirma el fundador de Ajoblanco, que ayer inauguró una exposición en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid que rinde homenaje a la cabecera, cuya primera época llegó a su fin en 1980 por cansancio, tras dejar hechos los deberes: no transformó el mundo conocido, pero explicó cuáles eran las herramientas para intentarlo. «Pensamos que podíamos hacer la revolución y cambiar España. Al menos fue una válvula de escape para los jóvenes sometidos», confiesa durante una charla en el salón de actos del antiguo cuartel madrileño, pues la muestra, además de recuperar su legado, viene acompañada de debates que pretenden «revitalizar» la sociedad contemporánea.
Habla en plural porque fue una revista colectiva, ácrata, asamblearia y, por tanto, con una redacción no jerarquizada. Algunos de sus miembros están presentes entre el público, como Toni Puig y Fernando Mir, integrantes junto al propio Ribas del triunvirato embrionario. También se acercó a escucharlo Karmele Marchante, que completaba un equipo formado por Luis Racionero, Nuria Amat, Quim Monzó o Jordi Alemany. Un dream team al que se sumarían, como colaboradores, centenares de firmas emergentes (Casavella, Gopegui, Rivas, Grandes, Muñoz Molina) y consagradas (Sampedro, García Calvo, Trías, Aranguren, Vázquez Montalbán, Gimferrer), que a su vez entrevistarían a propios (Escohotado, Barceló, Goytisolo, Reixa, Vila-Matas) y extraños (Kapuściński, Cohen, Galeano, Tarantino, Cronenberg).
Si bailan los nombres y las fechas es porque Ajoblanco renacería de sus cenizas en 1987. Frente a una primera época más política, en la que promovía un cambio social a través de la doctrina libertaria, la segunda fue más cultural, aunque no dejó de combatir al PSOE y a CiU, enrocados en los gobiernos español y catalán. La estética fanzinerosa también cedió el testigo a una maqueta acorde a los nuevos tiempos, que pasaban por la profesionalización, la apertura a Latinoamérica y la reconversión «a la modernidad», como subrayó a finales de los ochenta el propio Ribas. Atrás quedaba la contracultura estadounidense, que ya había sido sustituida en la primera tentativa por el anarquismo ibérico tras el cierre temporal de cuatro meses impuesto por el Gobierno en 1976 por atentar contra las Fallas de Valencia.
«Nos fuimos a Menorca, donde vivíamos varios en una casa pequeña. Hasta allí llegó un libro sobre Durruti, que rompimos en varias partes para poder leerlo todos a la vez. ¿Para qué mirar hacia Estados Unidos si tenemos nuestro movimiento español de principios de siglo?», se preguntó la comuna, que de regreso a Barcelona organizaría las Jornadas Libertarias. Sin embargo, el apogeo de los ateneos no duraría mucho. «Estaban sustituyendo a las asociaciones vecinales, cuyos líderes pensaban en meterse en los ayuntamientos, pero entonces apareció la heroína, que fue introducida por la guardia urbana para acabar con ellos y diezmó a una generación», asegura Ribas. Luego llegó 1978, «el año del desastre», cuando «la Constitución lo domestica todo» y se intensifica la infiltración policial y la criminalización del anarquismo, cuyo culmen es el caso Scala, del que sale malparada la CNT.
«Fue un momento de decepción, desengaño y olvido», recuerda Ribas, quien afrontaría una larga travesía en el desierto de Madrid y Londres. A su vuelta de Inglaterra, el encuentro con el fotógrafo Jordi Esteva propicia una investigación sobre la explotación laboral en el barrio chino. En vez de ofrecer el reportaje a un periódico, se plantean resucitar al muerto y publicarlo en su propia revista. El ajo volvía a picar y a repetir. «Vivíamos en una falsa democracia», opina el impulsor de la cabecera, que decidió desempolvarla para desenmascar al nuevo régimen en sus páginas. El monopolio de las grandes distribuidoras, según él, la llevaría a una crisis financiera que desembocaría en su compra por la editora del diario El Mundo, hasta su cierre definitivo en 1999. Mientras desanda los pasos hasta aquellos días, un asistente al acto lanza un S.O.S. desde la platea para que vuelva a los quioscos. «Ahora es muy difícil hacer un Ajoblanco. En este país hay un problema cultural y todo está en manos de la mafia [mediática y financiera]», responde.
Otro espontáneo da en el clavo con su lamento: «Lástima que sólo estemos aquí la gerontocracia». Cierto: la media de edad es muy alta, apenas hay jóvenes y buena parte del público es coetáneo de los fundadores del mensual, que ha pasado de encarnar a la disidencia a convertirse en un paradójico y domesticado objeto de museo. Alguien, finalmente, sugiere el soporte digital como posible remolcador de una publicación perdida en el océano de las hemerotecas. Ribas, que en el pasado había lanzado algún sutil mensaje en una botella sobre el hipotético regreso, discrepa: «Internet nos ayuda, pero estoy seguro de que a través de las redes no vamos a hacer la revolución».
Fuente Publico.es