La cesión del territorio nacional como sede del Sistema Naval de Defensa Antimisiles de la OTAN y EEUU, firmada por el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero en el último mes de su mandato, sitúa a España en la diana ofensiva de la nueva guerra fría que puede desatar la crisis con Rusia.
España no participó directamente en ninguna de las dos guerras que asolaron el Viejo Continente en el pasado siglo XX. Pero si indirectamente, porque durante la Segunda Guerra Mundial no permaneció indiferente. Muy al contrario, sin implicarse oficialmente con ninguno de los dos bloques contendientes, ayudó militarmente al II Reich. Franco envió al frente ruso a la División Azul para combatir junto a las tropas invasoras alemanas.
Ese “pacifismo-armado” del Estado español ha sido interpretado por analistas e historiadores con distintas valoraciones. Algunas no siempre positivas. Porque lejos de confirmar una política de neutralidad a ultranza, como sería el caso de Suiza o Suecia, esa errática forma de actuar fue juzgada como prueba de su poco peso político en la esfera internacional. Incluso se consideró que su preventivo “asilamiento” fue negativo a la hora de obtener asistencia tecnológica y financiera para el desarrollo económico.
En cualquier caso, esa postura ambivalente duró poco. Nada más terminar la contienda, el mismo régimen que había acudido en ayuda de Hitler cambió de bando y se alineó junto los intereses estratégicos de Estados Unidos, la gran vencedora en la guerra. Así surgieron las bases norteamericanas de Rota (Cádiz), Morón (Sevilla) y Torrejón (Madrid), avanzadilla del poder militar estadounidense en Europa frente al Pacto de Varsovia del Bloque del Este. A cambio, la Casa Blanca influyó desde el Consejo de Seguridad de la ONU para que la España franquista fuera admitida en los organismos internacionales, iniciándose así el desbloqueo diplomático al que estaba sometida. Solo gracias a esa tutela logró el régimen salido de la Cruzada y el Alzamiento culminar su ciclo político sin modificar sustancialmente su carácter autoritario.
Sin embargo, cuando llegó la democracia parlamentaria que dejaba atrás el partido único, la jefatura del Estado vitalicia y otros rasgos del poder personalista del franquismo, “las bases” del acuerdo con Washington no solo permanecieron sino que se consolidaron, se ampliaron y se legitimaron. Seguramente fruto de los pactos secretos de la transición, como bien ha argumentado Joan E. Garcés en su indispensable Soberanos e intervenidos, los acuerdos militares se renovaron, añadiendo la coletilla de “bases utilización conjunta”, aprobándose además en 1982 el ingreso de España en la OTAN, ahora en el marco de los “daños colaterales” causados por el 23-F.
Pero esta vez no fue un gobierno filofascista el que rompía definitivamente la cuestionada neutralidad española. Fue la izquierda representada entonces por el PSOE y su líder Felipe González la que abrazó el ardor guerrero que situaba al país junto a la alianza militar del mundo capitalista occidental. Seguramente porque de haber sido la derecha quien planteara la inclusión en la OTAN está de lejos no se habría logrado. Un referéndum convenientemente cocinado, hasta el punto de publicitarse con el equívoco eslogan de “OTAN de entrada no”, hizo el milagro. Los españoles votaron a favor (con más de 40% de abstención), y aunque se dijo que la aceptación no conllevaba formar parte del núcleo duro de la organización no fue así. Andando el tiempo, el felipismo incluso daría a la OTAN un secretario general en la persona de Javier Solana, para más inri ex ministro de Educación.
Con esos mimbres España pasó de una tradición más o menos pacifista a la inmersión en una cultura belicista por partida doble: bases militares hispano-norteamericanas y escaño en la OTAN con todas las consecuencias. Bajo su divisa, los soldados españoles cumplieron misiones por medio mundo, una veces con el parapeto legal de la ONU y otras saltándoselo a la tolera como en la bárbara ocupación de Irak decidida unilateralmente por el Trío de la Azores (el norteamericano George W. Bush, el laborista Blair y el conservador Aznar), felizmente frenada aquí por la movilización popular. Parecía como si nuestros políticos, a diestra y siniestra, compitieran para hacerse perdonar los años de apartheid antibelicista.
Pero como lo que mal empieza mal acaba, lo peor vendría a continuación y de nuevo desde el flanco de la izquierda institucional. En octubre de 2011, a poco más de un mes de las elecciones que dieron el poder al PP, el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero y Alfredo Pérez Rubalcaba anunciaba la cesión de la base aeronaval de Rota como cuartel general del Sistema de Escudo Antimisiles de la OTAN y Estados Unidos, el proyecto estrella del terrorista presidente Bush. Con la novedad de que desde 1991 la URSS y con ella el Pacto de Varsovia habían dejado de existir en su formulación original y de que la decisión tomada por el ejecutivo del PSOE esta vez no fue ratificada en referéndum.
La medida, que sitúa a España como diana en un hipotético conflicto armado, no tuvo apenas contestación por parte de las demás fuerzas políticas y sindicales. Únicamente Izquierda Unida la criticó. El eurodiputado Willy Meyer mostró en Bruselas la oposición de IU afirmando que «su construcción rompe unilateralmente el avance en el desarme Con la decisión de ceder la base de Rota, España se pone a la cabeza del rearme a escala mundial”. Sin embargo, tras celebrarse las elecciones autonómicas en Andalucía en marzo de 2012, IU entraba a formar parte de un gobierno de coalición con el PSA-PSOE y enterraba su discrepancia. A pesar de que precisamente Andalucía es la gran base logística del Sistema de Escudo Antimisiles en el Mediterráneo.
Rafael Cid