Llevaba años sin sumergirme en las riadas de nativos y foráneos que discurren por las calles valencianas en fechas cercanas a la cremà. Que conste que reconozco los valores artísticos, culturales y sociales de nuestras Fallas, y digo nuestras porque he pasado la mayor parte de mi vida en esta tierra, que considero también la mía. Otra cosa es lo cómodo que cada cual se sienta entre la multitud; en mi caso confieso que me encuentro más a gusto en la soledad del monte o disfrutando de compañía en un tranquilo pueblo.
El caso es que el pasado 19 de marzo rompí mi respetuosa distancia con el mundo fallero y me lancé a esas arterias engalanadas y ruidosas, oliendo a pólvora y aceite frito, para comprobar si las Fallas siguen igual o, como apuntan algunos estudiosos, están cambiando. Qué mejor día para impregnarse del universo fallero que el mismísimo de san José. Todo el centro estaba libre del habitual e invasor tráfico rodado; al ser una hora relativamente temprana muchas personas se retiraban tras una larga noche de emociones. Otras muchas miles madrugaban para poder ver sin agobios los monumentos falleros. Ya había incluso gente cogiendo sitio en la plaza del Ayuntamiento para la mascletà de las dos de la tarde.
Por el Mercado Central me encuentro un mercadillo con vendedores andinos y africanos, en San Agustín unos camareros ecuatorianos de la churrería La Madrileña sirven bunyols de carabassa a dos jubilados alemanes. En un casal de Velluters las falleras infantiles reponen fuerzas a base de kebab y pizza, mientras suena a todo volumen lo último de Rihanna. Gentes de La Ribera y de Japón se hacen fotos delante del manto de flores de la Virgen.
Como premio por la caminata decido completar mi inmersión en las tradiciones valencianas regalándome un buen almuerzo; mis pasos en pos de lo autóctono me llevan al restaurante Va de Bo, donde una empleada me ofrece la carta de bocadillos para que elija entre un almussafes, un blanc i negre y demás delicias. En la barra hay otro camarero, también joven y chino, como la chica que me ha atendido. Presidiendo el local, un póster del Valencia CF.
Mientras los diligentes y amables orientales preparan mi pedido, me siento junto a la ventana para contemplar el bullicio, al tiempo que me dispongo a repasar la prensa. Por Levante-EMV me entero del nuevo asalto de centenares de inmigrantes subsaharianos a la valla de Melilla; la mitad ha conseguido entrar y se recupera en el Centro de Internamiento de Extranjeros de sus heridas, la otra mitad se ha dejado jirones de carne en las concertinas y regresa al precario campamento hasta una nueva oportunidad.
También cuenta el periódico que una niña ha muerto porque no se le mandó a tiempo una ambulancia al pueblo donde vivía, que está a 20 kilómetros de Vitoria, pero por esas cosas de los límites territoriales pertenece a Burgos, que está mucho más lejos.
Termino mi almuerzo, me despido de los amables hosteleros y salgo del establecimiento maldiciendo a los que siguen empeñados en incomunicarnos con vallas y aduanas, negándose a aceptar que el planeta nos pertenece a todos y que las fronteras fueron inventadas para que los pobres nos peleemos defendiendo los intereses de los ricos.
Antonio Pérez Collado CGT