César M. Lorenzo, militante en un grupo anarquista francés, publica una mirada, un retrato hacia la figura del propio padre, con todo lo que esto significa para él como ejercicio de investigación como historiador e investigador …tarea ardua y valiosa que le edita Ikusager.
César M. Lorenzo se adentra retratando a su propio padre…un hombre de peso, mucho pensó, en la CNT en el Estado Español.
En la coyuntura de guerra civil y revolución social del verano de 1936 un hombre representó a la CNT en el instante más decisivo de su historia. Se llamaba Horacio Martínez Prieto y su nombre no forma parte de las grandes figuras del anarquismo hispano. Por no tener, ni tenía aún una biografía. Pero fue él quien organizó el Congreso Confederal de Zaragoza de mayo del 36, quien advirtió a los militantes ya en febrero de que se tramaba un golpe militar y quien instó a todos a prepararse para contenerlo y convertirlo en revolución social. También fue el que, una vez comenzada la guerra civil, empujó a los anarquistas a ocupar en el gobierno una representación de poder acorde a la que se habían ganado en las calles combatiendo a los alzados. A instancia suya la CNT y la FAI llegaron a los ministerios e hicieron arriesgadas propuestas de reorganización económica y militar. Después, en el exilio, Prieto invitó a los libertarios a adoptar una estrategia de intervención política, que incluso podía terminar en la creación de un partido. Así no sorprende que Horacio M. Prieto no figure en los altares de la ortodoxia anarquista.
Su hijo, César M. Lorenzo, trenza una biografía apasionante, de un hombre nacido en un ambiente de pobreza, violencia y rudeza, que sin embargo fue capaz de escapar a su destino, formarse personalmente y desarrollar un criterio social y político firme e independiente. También, enfrenta críticamente las tesis de su padre a las posibilidades de la realidad pasada y presente, y a la actualidad del pensamiento manumisor, con una visión tan exigente como abierta, práctica y desprejuiciada.
El resultado es un libro que atrae tanto por la increíble historia del biografiado como por la esperanza de su autor en que la experiencia de su padre sirva para alimentar un futuro posible, mejor, más igualitario y justo.
-A comienzos del verano pasado salió de imprenta la edición en español del libro de César M. Lorenzo, Horacio Prieto. Mi padre, a cargo de la vitoriana editorial Ikusager. César visitó Vitoria y Bilbao en los últimos días de septiembre para presentar esa novedad. Disfrutó de unas buenas jornadas con los compañeros de la CGT que habían propiciado la edición. A su vuelta a Francia le enviamos las notas preparatorias de una Conversa, pero, lamentablemente, el 18 de octubre sufrió un derrame cerebral del que no logró sobrevivir. La entrevista sobre su libro la hemos mantenido entonces con Antonio Rivera, profesor de la Universidad del País Vasco, quien preparó la edición de esta versión en castellano de su original Horacio Prieto. Mon père (Editions Libertaires, Toulouse, 2012).
Cazarabet conversa con Antonio Rivera:
-Amigo Antonio, ¿cómo fue tu relación con César en el trabajo de preparación de este libro?
-Pues la verdad es que César me parecía en la distancia una persona dura, muy seria y rigurosa, puntillosa en toda la labor que teníamos entre manos. Le mandaba versiones del texto traducidas y corregidas y él volvía a cuestionarnos cada coma. Fue por eso un trabajo laborioso, casi obsesivo para los dos y un tanto tenso. Pero luego, cuando apareció por la estación de Hendaya para venir a la presentación, comprobé que, a pesar de su excelente castellano, la comunicación no directa era culpable de todo ello, y encontré un hombre afable, incluso cariñoso, agradecido por el esfuerzo que hacíamos y con gran vitalidad. Es el buen recuerdo que me queda de César.
-Escribir un libro sobre tu padre, siendo este además una figura dentro de un movimiento como la CNT, tiene que entrañar gran dificultad. Evitar el seguidismo filial o aparentar justo lo contrario pueden ser extremos negativos, tanto uno como otro, pero respuestas casi inevitables ante un reto de ese calibre…
-Sí, y pensé que algo de eso había. César ya había escrito indirectamente de Horacio M. Prieto en su conocido libro de la mítica editorial Ruedo Ibérico, Los anarquistas españoles y el poder (1969), la obra que ya le había proporcionado alguna fama. Pero ahora se trataba de una biografía específica. Además, un libro doble, porque en su primera parte es una biografía de su padre y en la segunda es, por un lado, una exposición de las relaciones personales padre-hijo, un asunto complejo y chirriante (incluso extendida a la relación mutua con su mujer y su madre), y, por otro, una controversia intelectual entre las tesis de Horacio y cómo las apreciaba César, teniendo en cuenta la diferencia de casi medio siglo entre su formulación inicial y la crítica de este.
Pues bien, yo creo que sin intentar disimular ni parecer, el sentido tan profesional como investigador de César, aparte de una relación paterno-filial no fácil, dan lugar a una mirada del padre en absoluto complaciente, ni en lo afectivo ni en lo político. Sin embargo –esto me lo hizo ver Ernesto Santolaya, el editor de Ikusager-, ello escondía una expresión de cariño malgré tout. Es una perspectiva interesante, quizás hasta sicológica, pero de la que se beneficia el libro de historia al abordarse al personaje con una distancia y objetividad por la que no nos preguntaríamos de no saber que se trataba de su hijo.
Ello no obsta para que toda la obra de César haya sido tachada por parte de espíritus bastante sectarios dentro del anarquismo como justificativa de las posiciones de su padre. Creo que no es una crítica justa. César, sin compartir las tesis de Horacio, sí que coincide en un hecho esencial que nos debiera hacer reflexionar: el anarquismo, menos que cualquier otra filosofía, no puede ser doctrinario, no debe verse limitado por recetas de un tiempo cuando las circunstancias han cambiado. Esto lo tenía claro Horacio –lo resumía en su frase: “Si el Movimiento Libertario no quiere vencer, no vale la pena que exista”- y coincidía en ello César.
-César también había militado en grupos libertarios franceses, ¿no?
-Así es. No abundamos en ello en las conversaciones, ni él lo señalaba como una característica suya esencial, pero sí, participaba del pensamiento de su padre y ello le convertía en un magnífico observador y analista de sus propuestas, claramente heterodoxas, dentro de ese campo político.
-Claro que la distancia generacional les separaba…
-Efectivamente. Se nota bien en la parte final del libro, en la controversia intelectual entre uno y otro. Muchas propuestas de Horacio ya se habían visto cumplidas por la evolución de la política y de la sociedad en la Francia que vivía César. A la vez, diferentes formulaciones que eran muy singulares en los años cuarenta o cincuenta cobraban otro tono en los sesenta o setenta conforme se iba moviendo todo el espectro ideológico. César es mucho más “moderno” que su padre, como es lógico, pero la carga filosófica de las reflexiones de Horacio hace que estas retengan un carácter de permanencia en el tiempo cuando se va a lo profundo y no a la formulación más literal. Por ejemplo, qué tipo de relación debe tener el anarquismo con otros grupos y qué valoración de la política, incluso partidaria, cuando no es una formación mayoritaria y tiene que competir y compartir con los demás. Una pregunta que era ociosa (además de peligrosa, disolvente) para los ortodoxos, que seguían con la cabeza aún en los meses de revolución de 1936, cuando la CNT llegó a ser indiscutiblemente hegemónica en diversas regiones españolas.
-¿Por qué crees que decidió, y cuándo, escribir la biografía de su padre?
-Lo dice al comienzo del libro: porque constituía una anomalía que el hombre que había representado a la CNT en los momentos más cruciales de la historia de esa organización, justo en los meses antes del verano del 36 (congreso de Zaragoza de mayo, reunificación de la CNT, victoria del Frente Popular) y justo en los meses después (entrada en el gobierno de ministros cenetistas, militarización de las milicias, organización coordinada de la economía de las colectivizaciones y zona republicana), no tuviera una biografía aún. Porque era injusto que solo por no haberse sometido a la ortodoxia del anarquismo del exilio se le negara el conocimiento y recuerdo a que tenía derecho. Era el único gran personaje de la CNT de los años treinta sin una biografía escrita.
-Hay biografías autorizadas y no autorizadas. ¿Crees que esta biografía la habría autorizado el padre, Horacio Prieto? Lo pregunto más allá de mirar a Horacio como padre; haciéndolo desde su perspectiva de anarquista.
-Creo que coincidirían las dos dimensiones, la personal y la política. El retrato de Horacio que hace César es de un personaje de gran dureza, retraído, distante, con algunas dificultades para las relaciones sociales. Quizás ello le hubiera llevado a negarse a cualquier tipo de biografía, por parte de su hijo o de cualquier otra persona. Pero a la vez esconde una gran consideración de sí mismo, de su condición de líder, de haber sido elegido para decir y proponer lo que nadie se atrevía a plantear. Desde ese punto de vista, como tantos otros, sería un falso humilde que estaría deseando ver plasmados por escrito sus pensamientos y vivencias, convencido de la transcendencia de estos más allá de su propia existencia física. Al fin y al cabo, como decía antes, Horacio estaba en plena forma cuando sale el libro de Los anarquistas españoles y el poder, y habla mucho de él, pero no tengo noticias de que recusara ese texto.
-El anarquismo, a veces, se confunde con calificativos como “desorden”, pero Horacio Prieto era todo lo contrario: riguroso, estricto. ¿Cómo lo ves?
-Era casi un calvinista. Educado en la pobreza más misérrima no se permitía un capricho. Y en lo que hace al trabajo, aparece como pensador y escritor incansable, sin límites en cuanto a tiempo, dedicación, temas y curiosidad. Pero es un carácter muy habitual en este tipo de personajes. Incluso mucho más habitual entre los libertarios, conscientes de que el juez de sus actos no es otro que uno mismo y por eso más exigentes con su conducta que cualquier otro. El puritanismo en los comportamientos es muy típico en ellos.
-Sí, Cesar lo define como “exento de espíritu sectario”, librepensador…
-Mira el detalle del rechazo a imponer su ideología a los hijos aprovechando la ventaja de edad y autoridad. El padre de Horacio era uno de los escasos anarquistas del Bilbao de principios del siglo XX. Pues parece que nunca le habló de anarquismo; de hecho, su primer carné fue de la UGT. Fue Horacio el que llegó a esa ideología por su cuenta. Pues bien, la relación de Horacio y de César es la misma, y no hay tarea paternal de adoctrinamiento. De nuevo una práctica muy libertaria, impensable en otro tipo de culturas políticas.
-Y eso mismo le lleva a superar los límites de la ortodoxia libertaria…
-Claro. Hasta 1932 Horacio es la simple consecuencia de su niñez y juventud. Es un rebelde, violento, enragé, casi nihilista. La miseria familiar, la ignorancia, la violencia social del Bilbao de entonces no le deja otro camino. Tiran de pistola para la causa o para ellos, sin advertir límites. Pero tras algunas experiencias más amplias –el exilio en París durante la dictadura de Primo de Rivera y antes el desastre de la intentona de Vera de Bidasoa- Horacio empieza a darse cuenta de que solo con eso no se cambia nada, que de rebelde ha de pasar a revolucionario. Ahí se politiza, se da cuenta de que la cosa es más compleja. Llega incluso a ser captado por los entornos comunistas, que lo llevan de tournée por la Rusia soviética, pero él los rechaza pronto al advertir su carácter autoritario. En ese momento crucial en la República propone por escrito fórmulas políticas, definir un programa de actuación que guíe los pasos de la CNT. Eso le coloca rápido lejos de la simpatía de su entorno confederal vasco que, como minoritario que es en zona socialista, se caracteriza por su ortodoxia y su antiprogramismo. Luego vendrán sus decisiones antes y durante la guerra civil y la revolución, ya como secretario nacional de la CNT…
-Y luego esa propuesta suya del partido libertario…
-Sí, ahí llega ya al extremo de lo aceptable por parte del anarquismo. Además, formulado en una época no excepcional, en la “normalidad” del exilio.
-Es una propuesta al menos compleja, igual hasta contradictoria…
-Y él lo sabe. Es consciente. Pero insiste siempre en que no se trata de coquetear con la política o prestarse a su juego, como había hecho, por ejemplo, Pestaña con su Partido Sindicalista o luego sus seguidores en el interior franquista acercándose a socialistas o a los monárquicos como vía para derrocar al dictador. O incluso los anarquistas puros aceptando ser representados en la República o valerse de partidos pequeños federales o catalanistas para trasladar sus propuestas al terreno político. Él rechazó radicalmente todo eso. Su tesis es que la CNT y el Movimiento Libertario debían tener posición política, ser conscientes de que la política está ahí y que es el terreno donde se dilucida la relación de poder entre las diferentes fuerzas políticas y sociales. Que estar al margen de ello simplemente te aísla, te hace desaparecer, hace que la gran fuerza que puedas tener en un momento dado no sirva para nada, no sea capaz de hacerse práctica.
Para eso propone un partido político que represente al anarquismo, pero concebido como una pieza más del Movimiento Libertario, con su CNT independiente por completo, su FAI como agitadora y específica anarquista, sus juventudes, sus grupos de mujeres, etcétera. Sería llevar a sus últimas consecuencias la especialización que el Movimiento Libertario ya había aceptado en todos los ámbitos de intervención social… menos en el político. Era una concepción del partido al servicio del MLE o, en concreto, de la CNT. En el fondo late una cierta concepción “laborista”, del partido como instrumento o emanación de un cuerpo social amplio y de masas como es el sindicato (o el Movimiento Libertario en toda su extensión).
-Pero todo resultó un fracaso…
-Sí. Ni siquiera sus ideas encontraron eco en sus entornos, más allá de sus adeptos más acérrimos. Además, el exilio era un pésimo escenario y tiempo. Los ortodoxos de la Montseny podían “resistir” años y años con su purismo hasta que el dictador se muriera él solo, como ocurrió. Las nuevas generaciones o se integraban en movimientos en Francia (u otros países) o hacían sus pinitos violentos (también rechazados por los Prieto). En el “interior”, donde tenía sus partidarios Horacio, su idea de partido no tenía ninguna aplicación ni suponía ninguna ventaja. Solo lo hubiera supuesto la idea de partido como estructura vertical y cerrada, más resistente a los zarpazos de la dictadura y mejor adaptado a la clandestinidad, como hizo el PCE. Pero eso sí que hubiera distorsionado por completo el carácter libertario de esos grupos, sí que hubiera constituido un oxímoron: libertario a la vez que autoritario, democracia directa y centralismo democrático. Imposible. Bueno, ni siquiera ocurrió.
-Pero fue suficiente como para convertirle en un apestado dentro de ese exilio anarquista.
-Efectivamente. Por eso su agonía personal. Veía que sus propuestas no iban a ningún sitio. Incluso peor: veía cómo la aplicación colateral de algunas de sus reflexiones por parte de sus partidarios les llevaba a posiciones de colaboración que él rechazaba radicalmente. En ese punto, insiste varias veces, prefería la irrelevancia y pereza reflexiva de los ortodoxos a la deriva irresponsable de los “políticos”, de los suyos o más cercanos. Al final, de alguna manera, se quedó solo.
-Además el exilio no es el mejor escenario para esa decepción personal y política.
-La vida anterior de Horacio había sido de una dureza extrema, pero el exilio no lo mejoró. Incluso cuando llega a ser ministro de la República en el exilio, ello le mantiene en unas carencias que la descripción que hace César pone los pelos de punta. Ello afectó mucho a la vida familiar y a las propias relaciones con los compañeros. Primero encontraron los campos de refugiados y las playas con alambradas, luego el confinamiento en localidades concretas, luego la guerra mundial y tener que trabajar indirectamente para los nazis, después la penuria económica, para terminar en el repudio y la soledad cuando las cosas podían haber ido mejor. Algo terrible.
-Terminamos, Antonio. ¿Te parece que este libro puede aportarnos algo a la gente de hoy en día en este país?
-Estoy convencido. Primero, porque la historia lo merece. Es un relato de vida de un individuo y de un tiempo que nos habla de dos cosas: la dureza de condiciones de aquellos años, tanto de condiciones de vida como de condiciones en las que tenían lugar el combate y la competición políticas, y la capacidad de superación de las personas, enfrentándose a las adversidades y, sobre todo, superando el destino, el rumbo fatal a que les condenaba la pobreza y la ignorancia. La de Horacio es una historia de superación, de cómo ser un miserable y terminar como secretario de una organización de masas, de cómo ser un ignorante escasamente formado y terminar manejándose en cuatro o cinco idiomas, por ejemplo. Luego, porque rompe un montón de lugares comunes y de paparruchas en las que se sostiene la memoria (más que la historia) que tenemos de la República, la guerra civil, las organizaciones obreras, el exilio, sus dirigentes, la vida íntima de aquellas gentes, etcétera. Eran seres humanos, no eran dioses ni tipos impolutos; eran como nosotros. Y, en tercer lugar, porque más allá de sus recetas concretas y más allá de lo que nos parezcan, Horacio enfrentó al anarquismo con el límite al que nunca ha querido llegar este: ¿qué tienes que hacer y cambiar cuando estás en la posibilidad de triunfar y hacer realidad tu utopía?, ¿qué tiene que hacer el anarquismo y qué cosas tiene que cambiar en su teoría y acción cuando deja de ser lo que casi siempre ha sido: un movimiento y una filosofía de resistencia? Esa pregunta es muy seria y pocos como Horacio la abordaron con tanta decisión. Solo por eso ya merece leerlo y conocer de sus reflexiones.
Horacio Prieto, mi padre. César Martínez Lorenzo. Edición y prólogo de Antonio Rivera Blanco
230 páginas
24,00 euros
Ikusager
En la coyuntura de guerra civil y revolución social del verano de 1936 un hombre representó a la CNT en el instante más decisivo de su historia. Se llamaba Horacio Martínez Prieto y su nombre no forma parte de las grandes figuras del anarquismo hispano. Por no tener, ni tenía aún una biografía. Pero fue él quien organizó el Congreso Confederal de Zaragoza de mayo del 36, quien advirtió a los militantes ya en febrero de que se tramaba un golpe militar y quien instó a todos a prepararse para contenerlo y convertirlo en revolución social. También fue el que, una vez comenzada la guerra civil, empujó a los anarquistas a ocupar en el gobierno una representación de poder acorde a la que se habían ganado en las calles combatiendo a los alzados. A instancia suya la CNT y la FAI llegaron a los ministerios e hicieron arriesgadas propuestas de reorganización económica y militar. Después, en el exilio, Prieto invitó a los libertarios a adoptar una estrategia de intervención política, que incluso podía terminar en la creación de un partido. Así no sorprende que Horacio M. Prieto no figure en los altares de la ortodoxia anarquista.
Su hijo, César M. Lorenzo, trenza una biografía apasionante, de un hombre nacido en un ambiente de pobreza, violencia y rudeza, que sin embargo fue capaz de escapar a su destino, formarse personalmente y desarrollar un criterio social y político firme e independiente. También, enfrenta críticamente las tesis de su padre a las posibilidades de la realidad pasada y presente, y a la actualidad del pensamiento manumisor, con una visión tan exigente como abierta, práctica y desprejuiciada.
El resultado es un libro que atrae tanto por la increíble historia del biografiado como por la esperanza de su autor en que la experiencia de su padre sirva para alimentar un futuro posible, mejor, más igualitario y justo.
Prólogo
Antonio Rivera
Vistas las antipatías que se profesaron mutuamente durante el largo tiempo del exilio, seguro que tiene algo de cínico aquel comentario de Federica Montseny sobre Horacio Martínez Prieto en el sentido de que, si hubiera muerto en 1936, habría pasado a la historia como figura admirable del movimiento libertario. Algo de cínico, sí, pero también muy certero el comentario de la “Leona”.
El movimiento libertario español, por su trayectoria y experiencias, alcanzó en su momento cenital –el de la Guerra Civil– las dimensiones de iglesia, y nada tan apropiado como la adopción de las mayúsculas –Movimiento Libertario Español– para sintetizar esa deriva y esa concepción global y cerrada de su cultura política. Como buena iglesia que acabó siendo, solo incluyó en su hagiografía a los “santos buenos”, a aquellos que no habían osado cuestionar ni sobrepasar los límites de la ortodoxia. Por eso casi todos los dirigentes de la CNT tienen su biografía, a veces ajena, otras propia, memorias más o menos veraces. Todos menos aquellos que traspasaron en algún momento el límite de lo aceptado y, sobre todo, los que lo hicieron en ese instante de protagonismo histórico confederal que fue la guerra, cuando la CNT se enfrentó a la prueba de la realidad y a la posibilidad de su transformación revolucionaria. Horacio M. Prieto es la figura más destacada de esos grandes anarquistas sin biografía, por más que su hijo César M. Lorenzo la haya puesto en valor en trabajos de entidad y rigor histórico: de aquel clásico de Los anarquistas españoles y el poder (1969) al más reciente de Le mouvement anarchiste en Espagne (2006). De esa última factura es Horacio Prieto. Mon père (2012), que el lector tiene ahora en sus manos en su versión en castellano.
El gran pecado de Horacio Prieto no fue otro que el preguntarse a sí mismo con seriedad y exigencia, el tratar de ser contemporáneo, ser capaz de responder a las demandas de su tiempo. “Si el Movimiento Libertario no quiere vencer, no vale la pena que exista”, dice en algún momento. Esa podría ser la enseña de su existencia. Quien fuera secretario nacional de la CNT en los meses que rodean al 18 de julio de 1936 podría haberse dejado mecer por la historia y haber entrado sin problemas en esta. Podría haber acabado bien de un mal tiro, propio o ajeno, y engrosar la larga lista del martirologio libertario. Sin embargo, prefirió sobrevivir e interrogarse, incorporándose así a la otra lista, la que forma la inmensa totalidad de la gente normal, la que se aplica con más o menos fortuna a los pequeños o grandes problemas del tiempo de su existencia.
En enero de 1932 comenzó a complicarse su acceso a la galería de “santos buenos” de la Confederación, publicando un folleto (Anarco-Sindicalismo. Cómo afianzaremos la revolución) con el que se ganó la enemiga de los perezosos guardianes de la ortodoxia. Horacio M. Prieto se preguntaba si la naturaleza de los hechos reales no obligaría de algún modo al anarquismo a modular sus estrategias, simplemente para estar a la altura que le exigía el ser una de las grandes organizaciones del pueblo español. Recuérdese que en los años treinta no existía en el ámbito libertario mundial una entidad ni remotamente parangonable a la CNT: la crisis de entreguerras había barrido literalmente ese sector, por la represión de los estados o por su incapacidad para competir con las novedades, empezando por la del bolchevismo. Solo quedaba fuerte la CNT española.
Cuatro años después la situación era todavía más crítica: la coyuntura propiciaba una oportunidad revolucionaria. Para una organización que agrupaba a cientos de miles de afiliados y que había demostrado durante la Segunda República una capacidad para ser referencia social y política ineludible, mantener fórmulas de difícil aplicación en una tesitura revolucionaria era algo inaceptable. Si no se quería vencer –y para eso había que analizar, reflexionar, proponer y actuar– era mejor no existir. Es la eterna exigencia del revolucionario, su auténtica urgencia histórica.
Y ahí tenemos de nuevo al atrevido Horacio, antes y en medio de la guerra que propició la oportunidad revolucionaria. En los meses previos a esta, como secretario nacional de la CNT, preparó con empeño el congreso de Zaragoza celebrado en mayo de 1936. Del mismo pretendía sacar una Confederación reunificada, cosa que se consiguió, pero sobre todo una Confederación convertida en instrumento útil para hacer la revolución. Una revolución que anticipó él mismo denunciando con meses de antelación el golpe militar que se preparaba y la necesidad de responder a él mediante fuerzas de defensa y mediante un inmediato control y organización alternativa de la sociedad. No lo consiguió. El 14 de febrero, dos días antes de que se contaran las papeletas que dieron el triunfo al Frente Popular, publicó un manifiesto donde proféticamente anunciaba lo que iba a ocurrir en julio. Ahí señalaba esa necesidad de responder organizadamente, anticipadamente, por la fuerza armada popular contra el amenazante fascismo, pero con la intención de no devolver la situación a la anterior hegemonía gubernamental de “la burguesía liberal y sus aliados marxistas”, sino de tratar de llevar la nueva realidad por los derroteros de la revolución social.
Para eso debía salir del comicio zaragozano un dictamen sobre comunismo libertario –formulado como algo muy distinto del autoritario soviético– soportado en la realidad del país y en la naturaleza de los tiempos. Por muy atrasada que estuviera España respecto de otros vecinos europeos era ya un país donde la industria, las concentraciones urbanas o la complejidad organizativa en muchos ámbitos constituían una realidad ineludible. Responder a ello con cantos de sirena antiprogramistas, espontaneístas o comunalistas sin más intención era algo que de nuevo le resultaba irresponsable para el reto que enfrentaba la organización. Debía pensarse la economía en esa posibilidad revolucionaria como una economía industrial articulada y dirigida colectivamente, y no como una red federal de experiencias colectivistas más cerca de los falansterios o icarias del Ochocientos que de la complejidad de la sociedad de mediados del siglo XX. Pero, a su juicio, la CNT prefirió no profundizar y dejar en el fondo que fueran los hechos mismos los que gobernaran el inmediato futuro. Por eso dimitió como secretario del Comité Nacional cenetista.
Claro que la realidad que se expulsa por la puerta vuelve a entrar por la ventana. La guerra civil y la revolución que propició el derrumbe del poder del Estado republicano enfrentaron a la CNT con esos hechos. De nuevo Horacio M. Prieto resultó un transgresor. Desde su punto de vista, la primera organización popular y proletaria del país, la que había contribuido como ninguna otra a frenar el golpe militar en muchos lugares, no podía ser una convidada de piedra en la nueva situación, ni representar su poder real en la misma mediante sujeto interpuesto. Se hacía preciso materializar el poder que ejercía en la calle ocupando los consiguientes puestos en las instituciones gubernamentales. Ello constituía a un tiempo una urgencia inaplazable y una impugnación radical de los postulados antigubernamentales del anarquismo. O ser contemporáneos o ser doctrinarios. No parecía haber otra opción. La solución al dilema no tenía por qué ser necesariamente la de Horacio, pero sí la disposición a responder a la pregunta, a no evitarla.
Y ahí vuelve nuestro personaje a sobrepasar los límites de lo permitido. Como secretario nacional confederal propone la entrada en el gobierno Largo Caballero de representantes de la CNT y, más tarde, siendo ya Mariano R. Vázquez el nuevo secretario, la adopción de un instrumento político propio por parte del anarquismo. Propone también enseguida responder a la guerra en sus mismos términos, mediante la militarización de las fuerzas populares organizadas por la Confederación y por otras entidades. Y propone poco después articular la realidad económica de la parte del país leal a la República –y, dentro de ella, de manera especial, las colectivizaciones– mediante estructuras complejas y jerarquizadas, capacitadas para dirigir una economía industrial (e incluso exportadora de algunos productos). Todas esas propuestas, hechas realidad con mayor o menor entusiasmo, superaban e impugnaban las buenas intenciones de lo recién acordado en Zaragoza.
Pero, claro, lejos de morir en 1936, Horacio M. Prieto sobrevivió a la guerra y alcanzó el refugio del exilio. Y nada más terminada la segunda contienda mundial, que todo lo detuvo, volvió a plantearse la eterna cuestión. Se podía acomodar uno a la nueva situación, reanudando la vida en Francia o en cualquier otro lugar (América Latina, Argelia, Londres…), esperando que la dictadura cayera por sí sola o por la presión de agentes providenciales, mientras se mantenían incólumes las esencias doctrinales libertarias. De hecho –con ello tropezaría Horacio M. Prieto–, las decisiones revisionistas que habían forzado la Revolución y Guerra Civil españolas habían derivado ahora en una relectura ortodoxa de los “principios, tácticas y finalidades” que incapacitaron tempranamente a la CNT del exilio como agente protagonista de la oposición al franquismo. O al menos al nivel que podía suponerse de su fortaleza anterior. La opción contraria, la que eligió nuestro personaje, fue la de atender la realidad conforme esta se producía, no como se deseaba que fuera. En ese reiterado contexto, las convicciones profundas y los límites susceptibles de ser sobrepasados para hacerlas efectivas volvían a encerrar el enigma de la acción política, tanto personal como colectiva.
Empezó pronto Horacio, que en vísperas del verano de 1939 le trasladó a Marianet su idea de que la única manera de derribar la dictadura de Franco era propiciando instrumentalmente un retorno de la monarquía. Lo repitió en 1940 en Orleáns, antes de la invasión alemana, y de nuevo de manera pública tras el final de esta, en un pleno confederal en diciembre de 1944. Desde luego, una proposición insólita que, sin embargo, en los próximos años sería manejada tanto por el otro Prieto bilbaíno, el socialista Indalecio, como por los compañeros cenetistas del Interior, aunque de una manera muy distinta a la formulada por Horacio. En 1945, nombrado por la CNT clandestina que luchaba en España, Horacio M. Prieto se convirtió en ministro del gobierno republicano español que desde el exilio encabezaba el doctor Giral. Y eso llevó a la gran escisión, a la ruptura de los circunstancialistas con la facción mayoritaria del exilio confederal, entregado a un anticolaboracionismo –a permanecer “salvajemente aislados”– que les perdonara las desviaciones forzadas por la realidad de la Guerra Civil.
Pero su heterodoxia definitiva, la que le ha dado un lugar en la trastienda histórica del anarquismo español, fue la de proponer la creación de un partido libertario y enfrentar, dando soluciones concretas, organizativas y hasta legislativas, notoriamente cooperativistas y sindicalistas, el reto que supondría gestionar una sociedad moderna desde presupuestos libertarios, mediante un auténtico “socialismo con libertad”. Formuló esas ideas en un periodo que va de 1944 a 1952, en mitad de la crisis de la CNT en el exilio, con un epílogo final o “golpe de gracia” en 1967, tras el clamoroso silencio que siguió a la edición de su libro Posibilismo libertario.
Precisamente el grueso de esa propuesta, además de otros muchísimos escritos en buena parte inéditos, es lo que presenta y analiza en este libro su autor, César M. Lorenzo. Porque no se trataba, sin más, de crear un partido de carácter anarquista, formulación que, dicho así, se despeja rápidamente como oxímoron, sin necesidad de entrar a discutir, como de hecho se hizo. Se trataba, con más seriedad, no de que los libertarios “se metieran en política”, sino de que adoptaran una estrategia para intervenir en el debate y la competición política. Ello no se hacía trasladando miméticamente los postulados anarquistas al terreno de la política partidaria al uso, como un partido más aunque insuflado de esa particular doctrina, sino ubicando adecuadamente ese nuevo instrumento en el escenario y sentido tradicionales que habían tenido históricamente tanto la CNT como otros organismos adyacentes (Juventudes Libertarias, la propia FAI y otras entidades especializadas de mujeres o de otros ámbitos). Un partido para que ese movimiento libertario y sus organizaciones tuvieran un recurso con el que disputar en un espacio que tradicionalmente se había considerado ajeno. Al fin y al cabo, el antipoliticismo no es tanto la esencia doctrinal del anarquismo como un ingrediente más o incluso una de sus variantes, que no necesariamente se ha mantenido para su aplicación en todo tipo de lugares, tiempos y circunstancias. En todo caso, un tema muy complejo y de difícil encaje dentro de una cultura política, la del anarquismo español, que sí se ha movido históricamente en las claves del referido antipoliticismo. De ahí buena parte de los rechazos e incomprensiones a su propuesta.
En esencia, Horacio M. Prieto se planteó de manera exigente desde 1932 que los enemigos tradicionales del anarquismo, el Estado y la política, no desaparecían de la realidad obviando su existencia o la relación con los mismos. Con todo, uno y otra son entes de larguísima trayectoria que no cambian simplemente por cambiarle el nombre a las palabras. Se nota ahí, en ese sentido, una insistencia por parte de Horacio en el viejo axioma anarquista de sustituir “el poder sobre los hombres por la administración de las cosas”, frase feliz que, sin embargo, en absoluto altera la sustancia: el Estado no es otra cosa que la administración de los recursos, pero en ese cometido se establece una relación de poder sobre las personas. Se llame como se llame. Precisamente el fondo de esas propuestas de Horacio y también su actualidad en el tiempo son el hilo conductor de la segunda parte de este libro, donde su hijo y autor, César, dialoga y contiende desde sus presupuestos con lo planteado por aquel.
La primera parte es, por el contrario, una narración biográfica a partir tanto de sus muchos escritos manejados como de la experiencia íntima familiar de su hijo en la segunda parte de su vida. De su lectura se desprende de forma extraordinaria la fortaleza y contumacia innovadora, estratégica y hasta ideológicamente, de Horacio, así como que esto resultara así desde una biografía como la suya. Nuestro personaje, un bilbaíno de Atxuri, vasco de nación en una región conservadora y hasta reaccionaria, donde en la izquierda obrera era hegemónica la socialista de Facundo Perezagua y luego de Indalecio Prieto, con un comunismo creciente desde los años veinte, y donde el minoritario anarquismo hacía gala de ortodoxia purista, fue un anarquista integral hasta la proclamación de la Segunda República. Después vio “desfallecer su fe absolutista”.
¿Por qué ese cambio? Por una rebeldía contra el destino. Horacio M. Prieto era, como Luz, su mujer, “anarquista de segunda generación”. Pero a diferencia de ella vivió en la profunda pobreza, miseria, conflictividad y violencia de aquel barrio de Ollerías, donde los niños parecían condenados a un futuro de ignorancia y de rebeldía social. Ese fue el caso de Horacio hasta bien avanzada su juventud. En el límite de la delincuencia, tanto por necesidad como por deriva de una política antisistema en un entorno muy violento, sin casi formación, podría haber sido para siempre un enragé, un resentido social, un anarquista en el más puro sentido bakuniniano, un rebelde. Pero sus años en el exilio francés, en los años veinte, y la observación crítica y desacomplejada de su experiencia, también su espíritu individualista y el tono ascético y exigente de su vida, le apartaron de ese destino. A base de esfuerzo personal se formó intelectualmente a niveles solo concebibles en aquellos autodidactas a la fuerza, conscientes de lo que se perdían sin la cultura y el conocimiento: aprendiendo por su cuenta llegó a manejarse en varias lenguas. A la vez, en lugar de resignarse a ser un resentido, anarquista a falta de otra posibilidad, lo fue pero abriéndose a todas las posibilidades de la política, incluso las prohibidas por la “iglesia libertaria”. Una lección de coraje, más allá de la consideración concreta que tengamos de sus proposiciones.
*****
Era de justicia publicar en español este libro de César M. Lorenzo sobre Horacio M. Prieto. Quizás sus propuestas ya no pertenezcan al tiempo presente. O sí. En todo caso, César se encarga de dotarles de actualidad con la controversia que mantiene con ellas. Pero seguir dejando sin una monografía biográfica e intelectual a quien fue secretario nacional de la CNT justo en los meses anteriores y posteriores de su momento de mayor importancia histórica era algo inaceptable. Además, la pluma de César M. Lorenzo es la más apropiada para ello. Frente a quienes sostienen que su obra es una defensa inquebrantable de la trayectoria y tesis de su padre –otra expresión contemporánea de la tradicional ortodoxia anarquista–, este afronta el reto sin piedad ni concesiones, incluso a veces de manera inclemente, tanto en la relación paterno-filial como en la dimensión más ideológica o política.
La historia, cualquier historia, es una lección de vida, una oportunidad para reflexionar a partir de lo protagonizado por otros. Esto es así incluso al margen de los tiempos en que esta se produzca o de los que esta dé cuenta. Es por eso que esta lección de vida tiene sentido que se conozca en nuestros días y que lo haga para el lector en general, para el interesado en la historia y la política, y también para el lector militante, tan necesitado como obligado a actualizar las expresiones prácticas del pensamiento y acción libertarias, aquí y ahora. La rebeldía constructiva de Horacio y la exigencia crítica de César son dos buenas expresiones de lo básico y mejor de ese pensamiento: su rechazo a dejarse subsumir en su propia iglesia. La aportación de la CGT de Vitoria-Gasteiz para hacer posible esta edición en español es también un gesto que se agradece y honra a sus militantes.
Preámbulo
César M. Lorenzo
“Tu padre fue un militante destacado de la CNT. ¿Cuándo te decidirás a escribir su biografía?”, me preguntaba Antonio Téllez Solá, historiador de la guerrilla urbana antifranquista de los años 1945-1960. Anarquista estricto, de gran probidad intelectual, exento de espíritu sectario, Antonio sabía reconocer los méritos y las aportaciones de aquellos con los que no necesariamente compartía el posicionamiento.
Ahora que él también está muerto, me he decidido por fin, lo que no ha sido un asunto baladí, porque encerrar la vida y el pensamiento de Horacio M(artínez) Prieto –más conocido en vida como Horacio Prieto– en un número limitado de páginas era todo un desafío. Había demasiadas cosas que decir, demasiados sucesos importantes que situar en su contexto, y no podía exponer en unos pocos capítulos toda una evolución ideológica que desembocaría en el bosquejo de una doctrina nueva muy particular.
Además, a primera vista, la evocación del recorrido de Prieto chocaba con una paradoja, ya que mucho antes del desenlace final repudió todo, más o menos, tanto sus propias ideas y convicciones como las ajenas. Pero también es cierto, a pesar de eso, que nunca renegó de la CNT y de las aspiraciones libertarias de su juventud, que luchó hasta el límite por salvar de la debacle general que se anunciaba –tanto en tierras españolas como en cualquier otra parte– el mensaje fundamental de la izquierda socialista genuina, ya estuviera inspirado en Bakunin, en Marx o en Jaurès.
En la medida de lo posible he evitado las repeticiones, por lo que remito al lector a mi trabajo publicado en 2006, Le Mouvement anarchiste en Espagne. Pouvoir et révolution sociale (El Movimiento anarquista en España. Poder y revolución social, aún no traducido al castellano), en caso de que quiera conocer mejor ciertos elementos, ciertas situaciones, y profundizar en diversos puntos que aquí me limito a enumerar, particularmente en lo relativo a la guerra civil de 1936-1939, ya que el papel de Horacio Prieto fue esencial en las decisiones tomadas por el movimiento libertario español: militarización de las milicias, participación en el gobierno de la República, política económica… Decisiones que han hecho replantear los postulados tradicionales del anarquismo. En esta ocasión, sin embargo, he buscado desarrollar los aspectos de su obra y de su personalidad que, anteriormente, únicamente había podido tratar superficialmente.
Desde el momento en que nadie más se ha decidido a escribir un libro sobre él, me he encontrado igualmente, en tanto que hijo de Horacio Prieto, ante un problema de conciencia difícil de superar. Esto suponía un segundo desafío. Me arriesgaba a ser demasiado comprensivo o, por el contrario, excesivamente severo con él y, sin querer aventurarme en el terreno del psicoanálisis, confieso que sentí un desgarro interior a causa de la complejidad del personaje, de sus contradicciones profundas y de las relaciones, a menudo poco cordiales, que mantuvimos. Por otro lado, como testigo privilegiado y depositario de documentos, debía asumir que era el único capaz de poder hablar de algo que ningún investigador hubiese podido descubrir ni comprender. Habría sido una actitud cobarde intentar zafarme de ello.
Así pues, existía una laguna que debía colmar. Tanto más cuanto que la mayoría de los líderes cenetistas contemporáneos de mi padre, como Valeriano Orobón Fernández, García Oliver, Durruti, Cipriano Mera, Juan Peiró, Abad de Santillán, Federica Montseny, etc., ya han sido objeto de estudios detallados o cuyas memorias autobiográficas ya han sido editadas.
A fin de cuentas, como se verá, asumo mi condición de “heredero” de Horacio Prieto, pero reformulando sus ideas, adaptándolas, extirpando lo que tienen de obsoleto y de radicalmente erróneo. “Fertilizar el pasado y engendrar el porvenir, eso es para mí el presente”, decía Nietzsche. ¿Cómo no suscribir tales palabras?
_____________________________________________________________________
LA LIBRERÍA DE CAZARABET – CASA SORO (Turismo cultural)
c/ Santa Lucía, 53
44564 – Mas de las Matas (Teruel)
Tlfs. 978849970 – 686110069