Nos encontramos hoy ante una
extraña y muy preocupante paradoja. La realidad de los hechos muestra que el capitalismo sigue siendo un sistema
fundamentalmente injusto, depredador y dilapidador de recursos materiales y humanos. No obstante, en el imaginario colectivo
de los pueblos, el capitalismo sigue siendo considerado como el más eficiente sistema económico para conseguir el bienestar
de la humanidad.
La irracionalidad de nuestra época, la concentración y confusión sin precedentes de la
propiedad y del poder, la aberrante explotación de las riquezas del planeta y su inicuo reparto, además de la multiplicación
de alienaciones, son, incontestablemente, el resultado de la hegemonía capitalista en la organización y gestión de la
economía planetaria. Como también es de su responsabilidad que millones de seres humanos sigan condenados a «sobrevivir» en
la pobreza más extrema y que millones de trabajadores (aún «activos») se vean ahora amenazados de volver a ella por la
“salida de la crisis» que los “mercados” están imponiendo a los pueblos. Una crisis que está, además, agravando los
terribles peligros ecológicos que este sistema hace pesar sobre la humanidad. Sin embargo, a pesar de tal panorama y de tal
perspectiva, el capitalismo sigue teniendo el viento en popa y es, más que nunca, el paradigma de la «eficacia
económica»… ¡Hasta para los regímenes que pretendían combatirlo y ser una alternativa más eficaz y justa!
Ante
tal paradoja, ¿cómo negar la crisis del paradigma emancipador, de ese socialismo que debía poner fin a la explotación del
hombre por el hombre y contribuir a la emergencia de una sociedad pacificada, de abundancia, igualdad y libertad? ¿Cómo
-ante un resultado tan negativo de casi dos siglos de luchas por la emancipación- seguir encerrados en nuestras
convicciones y esperanzas revolucionarias ?
Nos guste o no, esto es así, y de nada sirve lamentarlo o buscar
excusas de mal pagador. Al contrario, lo que se impone es encontrar y reconocer las causas de esa sorprendente e ilógica
paradoja. ¡Saber por qué un sistema tan injusto, irracional y amenazador es considerado, hasta para sus víctimas, como el
único capaz de aportar prosperidad y bienestar al ser humano! Y, para saberlo, parece lógico comenzar por reconocer lo
nefasto que ha sido y es fundar el bienestar (el «vivir bien») de los seres humanos en la posesión de bienes materiales, ese
fetichismo de la mercancía que invade todos los poros de la sociedad: tanto porque condiciona decisivamente su vida y les
incita a supeditarlo todo a conseguir tal objetivo, como porque incluso les hace olvidar o minimizar la explotación de que
son víctimas para poder alcanzar tal bienestar.
Admitir pues que esto es decisivo en la adhesión -consciente o
inconsciente- de las masas explotadas al capitalismo y en la perennidad de este sistema. Admitirlo y comprender la
importancia de dar a la vida otro sentido que el de poseer bienes materiales. La necesidad y urgencia de cambiar el
paradigma civilizador capitalista y de fundar el bienestar en placeres que no sean alienantes y que inciten a compartir en
vez de competir con los otros. En el placer de satisfacer las necesidades biológicas y de ejercer las funciones cognitivas
(para satisfacer la curiosidad de saber y la necesidad de relación con sus semejantes) que ha permitido al hombre (por lo
menos desde el homo abilis) llegar a serlo. Es decir: preferir compartir a poseer. No sólo porque la posesión de bienes
extrínsecos (materiales) lleva a la gente a no sentirse jamás satisfecha -por la obsesión del «cada vez más…» que
engendra este mundo injusto, irracional y amenazador- sino también porque son los bienes intrínsecos (el conocimiento, la
generosidad y la sociabilidad) los que hacen posible el reconocimiento -sincero y leal- de nuestros semejantes y la
cohesión social, verdaderamente voluntaria.
¿Cómo, pues, persistir en el absurdo de combatir al capitalismo sin
cambiar su paradigma civilizador y de seguir centrando las luchas sociales y el cambio revolucionario en reivindicaciones
esencialmente materiales? ¿Cómo pretender poner fin a la alienación sin poner fin a lo que la produce? ¿Cómo no ver lo
nefasto de tal absurdo? Y eso pese a ser archiconocidos los efectos de la adhesión de la gente a ese sistema y los
mecanismos sicológicos que la producen.
Ahora bien, es verdad que, aún siendo decisivo, esto no es suficiente
para explicar la paradoja de la adhesión de la clase explotada al capitalismo, de la resignada aceptación de tal sistema por
los que son sus principales víctimas. De ahí la necesidad de preguntarse si no ha sido también decisiva la desilusión
producida por los fracasos de todas las tentativas de sustituirlo por otro modelo económico, pese a haber conquistado el
Poder y a haberlo ejercido durante muchos años. Y ello no sólo para encontrar una explicación exhaustiva de la paradoja sino
también para poder superarla.
Es pues necesario reconocer que el fracaso de las experiencias del socialismo real ha
sido también decisivo en esa paradójica «adhesión» de la gente al capitalismo. No sólo porque se ha visto lo que era ese
«socialismo» (un simple capitalismo de Estado que, al reemplazar la propiedad privada por la estatal y dejar la plusvalía
del trabajo en manos de la burocracia, seguía explotando a los trabajadores) sino también porque su fracaso no podía quedar
sin efecto sobre las masas que confiaban en tales experiencias para emanciparse.
¿Cómo habría podido quedar sin
efecto alguno el fracaso de la praxis de una ideología -la del «socialismo» de empresas estatales y planificación
autoritaria- que no sólo pretendía ser la alternativa al capitalismo sino la ciencia del devenir humano? Una ciencia que
debía iluminarnos para saber cómo y cuándo construir una sociedad sin explotación, de igualdad y abundancia. ¿Cómo
considerar pues ese fracaso, la vuelta al capitalismo en todos los países en los que ese «socialismo» se instauró ( y
hasta, en Rusia y China, al imperialismo), un simple avatar de la historia? Además, ¿cómo no seguiría decepcionando y
generando resignación la praxis política, de los partidos que gobiernan con programas de «izquierda» o que se pretenden
«socialistas» (como en China, Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, etc.), reducida al desarrollismo capitalista y al
autoritarismo más o menos autocrático?
Aunque a algunos les duela reconocerlo, es el capitalismo el que ha quedado
triunfante sobre las ruinas de ese «socialismo» de Estado que pretendía ser todo lo contrario de la economía de mercado y ha
acabado reinstaurándola. ¿Cómo negar un tal fiasco revolucionario y la responsabilidad del «socialismo» autoritario en la
rehabilitación ideológica del capitalismo, en que éste aparezca ahora como el mejor de los sistemas económicos imaginables
o, por lo menos, como el más apto para permitir el acceso a la prosperidad del consumismo? Y ello pese a mostrarse cada día
más injusto, para la repartición de riquezas, y más devastador y peligroso para la propia supervivencia de la especie
humana.
Las razones para inquietarse son pues muchas y realmente serias. No sólo porque las masas laboriosas se
resignan a ser explotadas sino también porque esa misma resignación ha contagiado a la mayoría de cuantos aún se pretenden
revolucionarios. Basta con ver lo que son hoy las luchas sociales y las reivindicaciones sindicales o políticas. En el
mejor de los casos: defensa de los puestos y horarios de trabajo, del nivel de salario y del tiempo efectivo laboral, o
pedir políticas de empleo, desarrollistas o tímidamente ecologistas… Es decir: a un tímido conservadurismo social…
Hasta los sindicatos y partidos «progresistas» han renunciado al «Estado de bienestar» y se conforman con tratar de evitar
«recortes» y mantener el status quo social actual. Y no digamos de las políticas de los regímenes que aún se reclaman del
socialismo de Estado, cuyo principal objetivo es mantenerse en el Poder para proseguir el saqueo de los recursos naturales
en complicidad con las transnacionales. Y, por supuesto, en beneficio exclusivo de éstas y de las nomenklaturas (las nuevas
burguesías) de esos regímenes.
Se mire por donde se mire, es la misma resignación, el mismo retroceso
revolucionario. Aunque esto no quiere decir que la aspiración revolucionaria no continúe presente en el pensamiento de
cuantos siguen creyendo en el viejo paradigma emancipador o que la retórica revolucionaria no siga coloreando los discursos
de cuantos se autoproclaman revolucionarios: sea para creer serlo o para justificar sus apetencias de poder…
La miseria de los discursos perentorios
Claro que aún los hay sosteniendo discursos «revolucionarios»,
repitiendo con fervor las palabras «cambio», «revolución», «poder popular»… Creyendo, sin duda, suficiente pronunciar
tales palabras para que el acontecimiento que ella anuncian se ponga en marcha… Claro que aún quedan especímenes de esta
clase, capaces de repetir ritualmente tales palabras sin darse cuenta de la poca o nula receptividad que ellas encuentran.
Del poco o nulo efecto que ellas producen. Sí, claro que aún los hay incapaces de ver lo que el mundo es hoy o
voluntariamente ciegos ante él, y que por ello siguen pronunciando palabras mágicas… Creyendo, sin duda, que ellas tienen
un carácter “performativo” y que, en consecuencia, ellas son capaces de crear por si solas el acontecimiento que se supone
significan. Por eso, parafraseando a Foucault, podemos decir que jamás ha parecido tan vertiginoso el divorcio entre las
bellas y buenas palabras y las cosas y acciones feas. Y no sólo en la praxis de la clase política profesional.
No es
pues de extrañar que lo esencial del debate político actual sea la denegación, esa extraña y perniciosa ceguera consentida,
común a la izquierda «reformista» y a la «revolucionaria», que permite evacuar las cuestiones de fondo: el desarrollismo,
la representación y la repartición. Esas cuestiones de las que depende realmente nuestro porvenir y que la denegación
escamotea: sea transformando el debate en disputa religiosa, entre «gentiles» reformistas y «malvados» revolucionarios, o
reduciéndolo al uso de prótesis lingüísticas más o menos «cultas». Es decir: a esa tonta y calamitosa moralización del
debate que, al impregnarlo de la idea de pecado y traición, solo prima los cánticos consoladores y las propuestas
insustanciales, o a esa estéril polémica -no menos tonta y calamitosa- entre especialistas cultos y estetas del lenguaje
que, por similares razones, se reduce a concurso de oratoria y cultura.
Es pues obvio que se debería abordar
esas cuestiones más seriamente, lejos de los enfrentamientos ideológico/clericales y de los discursos perentorios o
excesivamente «cultos». No sólo para facilitar un debate equitativo, amplio y racional, sino porque debería interesarnos a
todos saber por qué está en crisis el paradigma emancipador y en qué es necesario renovarlo y cómo se puede hacer tal
renovación.
Ahora bien, aunque esta convicción se necesaria para que un tal debate pueda comenzar y se desarrolle
convenientemente, también me parece también necesario tener bien presente la imprevisibilidad de la marcha del mundo y que
éste se ha vuelto más complejo e indescifrable que lo era antes. De ahí lo aconsejable de evitar los discursos perentorios
y de mostrarse categórico: no sólo porque lo perentorio es lo propio de los de los políticos de nuestra época sino porque la
complejidad del mundo debe incitarnos a más modestia. Tener pues en cuenta que, al volverse confusas las convicciones, las
palabras se vuelven más tajantes… Como si se quisiera paliar, con la violencia de la expresión, la fragilidad del
contenido.
Deberíamos esforzarnos pues en no asestar afirmaciones por no tener la paciencia de razonar con
argumentos convincentes o, al menos, lógicos, justos. Perder la mala costumbre de la precipitación, que no se reduce a una
cuestión de lenguaje sino que procede de una denegación colectiva más profunda: de un rechazo inconsciente de ver que el
mundo cambia y que es necesario observarlo, sin prisas y con mucha atención, curiosidad e interés. No caer en la tentación
de imitar a políticos y comunicadores, que no paran de denegar la realidad con sus juicios anodinos y su verbo alto y
fuerte. Esa denegación que no corresponde a nada; pero que evidencia lo que reprime su inconsciente. Dejarles pues a ellos
el privilegio de pronunciar esos discursos denegadores, que se extenúan rápidamente tras ser pronunciados, y ser conscientes
de que las instituciones tradicionales que representan (partidos, sindicatos, medios de comunicación, lideres de opinión e
intervinientes «yo lo sé todo», etc.) sólo reflejan un mundo viejo en vías de hundimiento… Un mundo que ya no existe más
y del cual sólo la imagen sobrevive a su desaparición: “como la luz de las estrellas apagadas que aún nos llega del fondo
del universo a pesar de que ellas han dejado de existir, de haber pasado a ser nada…” Considerar pues a estos «yo lo sé
todo» como lo que son: viejos comediantes del espectáculo político-mediático, incapaces de admitir que este mundo ya no es
suyo y de comprender la complejidad de lo que está sucediendo, del mundo en vías de surgimiento… Una incapacidad que
explica el por qué no logran hacer entrar esta realidad en sus estructuras de análisis y categorías ideológicas, ya
gastadas por el tiempo, y el por qué su discurso sólo es denegación de lo que su inconsciente rechaza e intenta reprimir
desesperadamente…
Pero esto no significa que, cuantos no queremos ser confundidos con tales comediantes y no
denegamos la realidad, no debamos reconocer que estamos, como ellos, programados para pensar en base a las condiciones
cognitivas y saberes (epistemé) de la época. Y ello a pesar de nuestros intentos por liberar, con la lógica de la
negatividad, nuestro pensamiento de las limitaciones que le imponen aquellas condiciones y la conciencia de no estar a la
altura de la situación. La prueba es que tampoco nosotros hemos logrado desentrañar la complejidad del mundo emergente, ni
hacer entrar convenientemente las luchas y las dominaciones nuevas en nuestras estructuras de análisis y categorías
ideológicas: sea para potenciar unas o combatir eficazmente las otras.
Este extraño hiato, esta fisura entre el
blablablá cotidiano y las nuevas realidades, indica, en falso, las razones de nuestra profunda perplejidad y la enormidad
del cambio: no sólo de época sino de paradigma civilizador. Aunque, en verdad, quizás no se debería hablar de tiempo, de
«época», sino de mil y un sismos invisibles que, desde hace un par de décadas, han transformado más el mundo que éste se
transformó en el curso de las diez precedentes.
Así pues, ante un tal estado de metamorfosis permanente de la
realidad, de un mundo en continua mutación, ¿cómo perseverar en comportamientos y discursos perentorios? La complejidad
misma de esa metamorfosis, de esa mutación, deberían incitarnos a la modestia; pues es evidente que, para desentrañarlas,
tenemos mucho a ganar con la adopción de comportamientos y discursos más modestos, más reflexionados, menos perentorios.
Sobre todo si queremos analizar seriamente las causas de la crisis del paradigma emancipador y encontrar métodos de lucha
más eficaces para combatir el capitalismo y conseguir que un día se vuelva realidad la utopía de una sociedad igualitaria y
libertaria. Esa sociedad en la que todos los seres humanos podrán satisfacer sus necesidades, materiales y culturales, y
decidir en común las normas de la convivencia social.
La renovación del paradigma emancipador
Si se
comparte tal aspiración y se quiere realizar un tal análisis, se debe comenzar por admitir la crisis del paradigma
emancipador y que ésta nos afecta y concierne a todas los explotados y dominados. Aunque, por razones evidentes, es a
cuantos seguimos denunciando y combatiendo la explotación y la dominación que debería concernir de manera más directa y
acuciante. Es decir: tanto a los que aún siguen creyendo que, para acabar con el capitalismo e instaurar el socialismo,
sigue siendo necesaria la toma del poder, como a los que siguen considerando que se puede conseguir eso sin pasar por el
poder –aunque, entre éstos, los hay que siguen creyendo ineluctable, in fine, una confrontación violenta con el
capitalismo para el triunfo de la Revolución… Y eso a pesar de que, después del “siglo de los extremos” y sus calamitosas
experiencias, esa palabra perdió su encanto emancipador y quedó identificada con una violencia cuyo desencadenamiento
suscita, muy justamente, temores hasta en el seno de la clase explotada. ¿Cómo pues seguir “entonándola sin someterla a
examen, como si nada hubiera pasado, sin volver a sopesar su significado”? Tras haber sido desacralizada, ¿cómo recaer de
nuevo en la creencia?
Parecería pues lógico que este análisis, esta reflexión, interese a las dos grandes
corrientes del movimiento emancipador. Esas corrientes, de pensamiento y acción, que, desde la Primera Internacional,
intentaron cambiar el rumbo de la historia y poner fin al sistema capitalista a través de sus respectivas praxis
revolucionarias. No sólo porque ni el marxismo ni el anarquismo no han podido conseguir su objetivo emancipador hasta el
día de hoy sino también porque son muchas las consecuencias a sacar del fracaso de sus tentativas por conseguirlo y de la
difícil y complicada situación del mundo de hoy. Pues, se diga lo que se diga para explicar y justificar esos fracasos, el
desarrollo del capitalismo contemporáneo ha probado que no es la propiedad privada de los medios de producción y de
intercambio la que le ha permitido triunfar y mantener los hechizos del capital y sus prodigios místicos sobre las masas
laboriosas. Lo que está en el origen de tal hechizo y que ha permitido al capitalismo intensificar sus formas de dominación
es el hecho de que también los movimientos emancipadores (partidos y sindicatos) han fundado el bienestar, el «vivir bien»
de la gente, en la posesión de bienes materiales, y que hasta el paradigma emancipador haya quedado reducido, en la
práctica de sus reivindicaciones y luchas, a un objetivo tan hechizador…
Pero esto no quiere decir que la
fragmentación de esas reivindicaciones y luchas, los enfrentamientos fraticidas y los estrepitosos fracasos de las
experiencias revolucionarias, que han acabado restableciendo el capitalismo, no han contribuido también a que éste haya
podido conservar y consolidar su hechizo y haya podido extender su dominación al planeta entero. Claro que esto ha sido
también decisivo; pero, como lo comienzan a reconocer muchos en esos dos campos del movimiento emancipador, lo más urgente
es cuestionar el hechizo por la posesión de bienes materiales para superar la crisis del paradigma emancipador. Pues sólo
así se podrá renovarlo consecuentemente y conseguir que la abolición del orden establecido tenga realmente como horizonte
«una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sea la condición del libre desarrollo de todos». Es decir: una
emancipación que tenga como base la libertad, y que ésta no sea -como dijo un marxista heterodoxo- «un placer
solitario».
Es evidente pues que esta renovación implica necesariamente el cuestionamiento del poder: tanto de
su conquista como de su ejercicio para “consolidar la Revolución y avanzar hacia el Socialismo”. Pero también de ese poder
que no se nombra, pero que se ejerce para imponer ideas y propuestas que se consideran las más justas, las más pertinentes
y consecuentes con la ideología.. Y no sólo se debe cuestionarlo por sus resultados históricos, que han sido negativos, sino
por una cuestión de coherencia entre lo que se busca y lo que se hace. Es decir: por estar archi-probado que es imposible
de llegar a la libertad a través de la autoridad, de imponer el socialismo desde arriba, de hacer felices a los hombres
contra su voluntad. Y también porque, aún siendo hoy en día un lugar común decir que el derecho de decidir debemos ejercerlo
todos, la verdad es que no es así. Y no sólo no es así en los grupos y organizaciones que, por «razones» de eficacia
revolucionaria, siguen funcionando más o menos piramidalmente sino también en las que se pretenden absolutamente
horizontales, asamblearias y alérgicas a toda forma de poder; pues hasta en las organizaciones anarquistas y libertarias no
se es siempre consecuente con tal principio de democracia directa. De ahí la necesidad de que esta reflexión, este análisis
comience por el cuestionamiento del actual paradigma civilizador impuesto por el capitalismo; pues, además de ser el
fundamento y lo que da fuerza a este sistema, también condiciona de manera muy decisiva nuestra conducta en todos los
dominios de nuestra vida personal y social.
La historia humana ha sido, y sin duda seguirá siéndolo, la obra de
los humanos y en gran parte de las vanguardias ideológicas; pero todo parece indicar que el protagonismo de éstas está
decreciendo y que son las “multitudes” humanas las que -de más en más- están marcando el rumbo del futuro hacia una mayor y
auténtica participación de éstas en las decisiones… Los movimientos sociales más recientes, como el que ha reunido a
cientos de miles de “indignados” en las principales capitales del planeta, parecen responder más a esa exigencia de
horizontalidad y asambleísmo, y ser más propicios a la inclusión de todos y en su participación en las decisiones. Además
de que éstas tienen un carácter más ético y menos ideológico que el de las vanguardias ideológicas, las que aún siguen
prisioneras de los esquemas teóricos de sus ideologías. Y eso pese a que la Revolución, como paso del mundo viejo al nuevo,
ya no parece posible pensarla como una ruptura sino como un proceso… Un proceso que, para hacer posible in fine una
sociedad verdaderamente igualitaria y libertaria, deberá ir construyendo, paso a paso, espacios de igualdad y libertad que
ayuden a cambiar los comportamientos humanos y así hacer emerger un nuevo paradigma civilizador que privilegie lo humano
sobre el desarrollo económico.
De ahí pues la necesidad de cuestionar todo lo que en la teoría y en la práctica
del marxismo y del anarquismo ha contribuido a la perennidad del capitalismo e impedido la eclosión de la utopía implícita
en el paradigma emancipador común a estas dos ideologías. Necesidad y urgencia de salir, además, de la ideología para poder
hacer un análisis objetivo, científico, de la realidad y basar nuestra acción en el conocimiento de lo que la realidad es y
no en lo que desearíamos que ésta fuera.
Octavio Alberola