La militancia antilaica de la Iglesia.

El máximo dirigente de

la Iglesia católica, Benedicto XVI, ha denunciado en repetidas ocasiones lo que él ha definido como “el laicismo militante”

que supuestamente existe en España, semejante –según él– al ocurrido durante los años treinta en este país. 

De estas y otras declaraciones se deduce que percibe esta militancia laica como una amenaza para

la Iglesia (traducida en un anticlericalismo) y también para la sociedad, pues representa una intolerancia hacia la religión

católica impropia en una sociedad democrática, donde todas las religiones deberían respetarse, con especial consideración a

la católica –tal y como reconoce la Constitución de 1978–, que es a la que supuestamente pertenece la mayoría de la población

española.

Esta crítica al laicismo es sorprendente pues muestra un escaso conocimiento de la historia de España.

Una lectura objetiva de nuestro pasado muestra que ha sido la Iglesia católica la que históricamente ha mostrado una enorme

hostilidad hacia el laicismo, habiendo además violado los derechos democráticos, no sólo de la población laica, sino de la

mayoría de la población española a lo largo de nuestra historia. La mayor expresión de tal hostilidad se dio durante los años

treinta a los que Benedicto XVI hace referencia, a los cuales podría añadirse la experiencia antilaica de la Iglesia durante

los años cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta, que el papa silencia e ignora.

Es importante recalcar que la

Iglesia católica apoyó un golpe militar que terminó con un proceso democrático (y que asesinó al mayor número de españoles en

su historia), lo cual fue objeto de la ira de las clases populares que, viendo a la Iglesia como parte militante del golpe,

agredió al clero y a las instituciones de la Iglesia sin que tales actos contaran con el apoyo del Gobierno republicano

democráticamente elegido. La brutal represión que el golpe instauró, sí que contó, sin embargo, con el apoyo del Estado

dictatorial del cual la Iglesia formó parte. Su objetivo fue imponer su ideología. Basta leer el Catecismo patriótico español

publicado en 1939 y en 1951, en el que se afirmaba que los enemigos de España eran “el socialismo, el comunismo, el

sindicalismo, el liberalismo y el laicismo”. Benedicto XVI debería conocer y reconocer que tal creencia significó la

eliminación de las personas pertenecientes a aquellas sensibilidades, lo que provocó no sólo su expulsión, encarcelamiento,

tortura y exilio, sino también su fusilamiento, todo ello a fin de “no tolerar a los envenenadores del alma popular” (Decreto

de depuración de los funcionarios del Estado de 1939). En la mayoría de los tribunales en los que se decidía la eliminación

de laicos, socialistas, comunistas, judíos y masones, estaba la Iglesia como parte y testigo. En realidad, en muchos de estos

tribunales el informe de denuncia era escrito por los párrocos. Tal hostilidad de la Iglesia fue incluso más acentuada hacia

los educadores de la enseñanza laica. Hubo casos como el de un sacerdote aragonés que llegó a informar de que el maestro de

su pueblo era “fusilable” (citado en el libro La Dictadura de Franco, de Borja de Riquer, del cual extraigo los datos de la

represión durante la dictadura). La depuración de los maestros de la escuela pública laica fue masiva, acusándoles de querer

inculcar valores laicos que contaminaban el alma popular.

El objetivo de tal represión fue la “recristianización

de la sociedad”, tal como indicó el ultraderechista Ibáñez Martín, ministro de Educación durante el periodo 1939-1951. Esta

represión alcanzó a todos los estamentos de la enseñanza pública, incluyendo las universidades, y todos los niveles dentro de

ellas. De los 580 catedráticos universitarios existentes en España, 20 fueron ejecutados, 150 fueron expulsados y 195 se

exiliaron.

En algunas universidades, como en la Universidad de Barcelona, el 44% de su profesorado fue

sancionando. La Iglesia supervisó y/o participó en cada una de estas denuncias. Como afirmó una autoridad educativa citada

por De Riquer, era preferible que “una universidad estuviera integrada por ignorantes pero buenos, que por doctos pero

malos”. Ser malo era tener, entre otros valores, el del laicismo. Otra área en la que se plasmó la militancia antilaica de la

Iglesia fue en el periodismo. La autorización para poder ser periodista pasó a ser muy restrictiva, según criterios definidos

por la Iglesia, la Falange (el partido fascista) y el Ejército.

De los 4.000 periodistas que solicitaron realizar

su profesión entre 1939-1940, sólo lo obtuvieron unos 1.800. A todos los demás se les denegó el permiso de trabajar como

periodistas al no ajustarse al criterio del tribunal político-religioso que evaluaba su “competencia”. Benedicto XVI debería

conocer y reconocer estos hechos ampliamente documentados en España, aún cuando han sido ocultados en la mayoría de medios de

mayor difusión, y muy en particular en los influenciados por las derechas españolas. Estas, como la Iglesia, nunca han

condenado sin paliativos aquella dictadura y los horrores que se hicieron en teoría en nombre de Dios, en la práctica, en la

defensa descarnada de sus intereses materiales. Su enorme oposición a las fuerzas democráticas se debe a que estas desean una

pérdida de los excesivos derechos que el régimen democrático –resultado de una Transición inmodélica– le otorgó, incluyendo

su reconocimiento preferencial que le concede la Constitución, que contradice la aconfesionalidad del Estado, y que ha dado

pie a toda una serie de privilegios heredados del régimen dictatorial anterior y que deben eliminarse. La visita de Benedicto

XVI no es un paso adelante en esta vía correctiva, pues ni conoce ni reconoce el enorme sufrimiento que la Iglesia impuso a

la población española, ni pedirá perdón al pueblo español por ello, ni cederá ni un ápice en el goce de sus privilegios. Así

es la Iglesia católica.

Vicenç Navarro Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la

Universitat Pompeu Fabra Ilustración por Patrick Thomas