La señora Calviño, vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Economía, cuyo sueldo representa unas ocho veces el SMI, sigue insistiendo en que la moderación salarial -que la mayoría padecemos desde hace décadas- es la mejor guía para evitar la espiral inflacionista. Menos mal que otra gran experta en asuntos económicos confirma el pronóstico que han mantenido gobiernos, empresarios, banqueros y agentes sociales en general desde los los Pactos de la Moncloa.
Sabiendo que el enemigo a batir son los salarios de los trabajadores y las pensiones de los mayores españoles (bastante más modestos que los de los principales países europeos, todo sea dicho) no ha sido necesario hasta ahora poner coto a los beneficios de la banca, las eléctricas, las constructoras y otros sectores que acostumbran a repartir buenos dividendos cada año entre su accionariado, haya o no haya crisis, y a pagar a sus directivos emolumentos que incluso dejan en ridículo las retribuciones de la propia Nadia Calviño y sus compañeros de trabajo en el Consejo de Ministros.
Y aunque la productividad media ha aumentado un 15% en los últimos veinte años, los salarios prácticamente no se han movido desde la crisis de 2007. Es más, en muchos sectores se ha producido una bajada real de las retribuciones netas de los trabajadores, hasta el extremo de que el mileurismo (cobrar alrededor de mil euros mensuales) ha pasado en este tiempo de ser una definición claramente peyorativa a convertirse en poco menos que un anhelo para millones de personas, sobre todo jóvenes, mujeres e inmigrantes, condenadas de por vida a la precariedad y la búsqueda de cualquier tipo de empleo.
Tras estas dos décadas de recortes económicos y reformas laborales (a peor, evidentemente) para la mayoría social y de crecimiento descontrolado de los benéficos y fortunas de las clases adineradas, los verdaderamente ricos (apenas el 5% de la población española) han pasado de disfrutar del 10% de la renta nacional anual a más del 15%. Con estos datos parece indiscutible que no son los salarios y pensiones los que tienen la culpa de que los precios se disparen, el gasto público supere las recomendaciones de las autoridades comunitarias y la inflación aparezca amenazadora en lontananza. Sin embargo países como Noruega, Suecia, Alemania, Francia, etc. tienen salarios más elevados y mejores servicios públicos y sus economías no están bancarrota, precisamente.
Sería razonable que los sectores que más se han enriquecido soportaran una mayor presión fiscal para así aplicar objetivos que tiendan hacia una justa redistribución de la riqueza, pero en lugar de ello el 20% de las familias más pobres pagan casi lo mismo en impuestos que el 10% de las más ricas: el 28% y el 33% de sus ingresos, respectivamente; eso los que pagan, porque el 76% de las grandes fortunas (más de 30 millones de euros) no abona un céntimo del impuesto de patrimonio, por ejemplo.
Pese a ello, según los expertos más neoliberales, seguirán siendo los sueldos y derechos de la clase trabajadora las víctimas a sacrificar en los altares del libre mercado y la economía capitalista cada vez que una de sus guerras, comerciales o militares, desequilibre ligeramente sus previsiones de crecimiento. Para otras muchas personas, cuyos conocimientos de la ciencia económica vendrían avalados únicamente por nuestra experiencia en llegar a fin de mes, una fiscalidad progresiva -que grave con impuestos mucho mayores a medida que sube el volumen de las fortunas- y un límite a los beneficios de bancos y grandes empresas sería mucho más efectivo que pretender solucionar los problemas generados por el propio sistema exprimiendo todavía más a los que menos tienen.
Antonio Pérez Collado