JULIÁN CASANOVA
06/10/2010/El Pais
La CNT agrupó tras su bandera rojinegra a cientos de miles de españoles. Tanto por su
eficacia como sindicato que mejoraba la vida de los trabajadores como por su sueño de un mundo sin dioses ni amo.
Nacional del Trabajo (CNT). Cuatro décadas antes, en noviembre de 1868, el italiano Giuseppe Fanelli, enviado por Mijaíl
Bakunin, había llegado a España para organizar los primeros núcleos de la Asociación Internacional de Trabajadores. Comenzó
así una historia de frenética actividad propagandística, cultural y educativa; de terrorismo y de violencia; de huelgas e
insurrecciones; de revoluciones abortadas y sueños igualitarios.
Desde Fanelli hasta el exilio de miles de
militantes en los primeros meses de 1939, el anarquismo arrastró tras su bandera roja y negra a sectores populares diversos y
muy amplios. Sin ellos, nunca hubiera llegado a ser un movimiento de masas, se hubiera quedado en una ideología útil para
individualidades rebeldes, muy revolucionaria pero frágil, arrinconada por el crecimiento socialista y relegada a la
violencia verbal.
No ha pasado inadvertida esa presencia anarquista. Su leyenda de honradez, sacrificio y combate fue
cultivada durante décadas por sus seguidores. Sus enemigos, a derecha e izquierda, siempre resaltaron la afición de los
anarquistas a arrojar la bomba y empuñar el revólver. Son, sin duda, imágenes exageradas a las que tampoco hemos escapado los
historiadores que tan a menudo nos alimentamos de esas fuentes, apologéticas o injuriosas, sin medias tintas. Imágenes que
anticiparon Juan Díaz del Moral o Gerald Brenan y que se han hecho también con un importante hueco en la literatura, con
La bodega, de Vicente Blasco Ibáñez; Aurora Roja, de Pío Baroja; La verdad sobre el caso Savolta, de
Eduardo Mendoza o, más reciente, La hija del caníbal, de Rosa Montero. Una veta, en fin, explotada por el cine, por
Ken Loach y su Tierra y Libertad o Vicente Aranda en Libertarias.
Hace ya tiempo que José Álvarez
Junco identificó las dos corrientes doctrinales de las que bebía el movimiento anarquista: el individualismo liberal y el
comunitarismo socialista, una dualidad muy difícil de equilibrar en la práctica pese a todas sus llamadas a la armonía
natural. El anarquismo parecía de entrada una utopía derivada de la filosofía optimista de la Ilustración, que mantuvo, como
hijo del mismo tiempo que era, estrechas conexiones con las conspiraciones y sociedades secretas de tipo democrático radical,
con el federalismo y con la fraseología romántico-populista. Pero, al mismo tiempo, iba mucho más lejos de lo proyectado por
el racionalismo liberal y el republicanismo, con su pretensión de abolir el Estado, colectivizar los medios de producción y,
sobre todo, con su antipoliticismo, la verdadera seña de identidad del movimiento, el rasgo que marcó la ruptura con sus
sucesivos compañeros de viaje, desde los federales a los socialistas, pasando por los republicanos.
El anarquismo que
triunfó en España en las primeras décadas del siglo XX, justo cuando desaparecía del resto del mundo, fue el «comunitario»,
el «solidario», estrechamente unido al sindicalismo revolucionario, que confiaba en las masas populares para llevar a buen
puerto la revolución. Al servicio de esa causa se fundaron círculos y tertulias, ateneos obreros, escuelas laicas y
racionalistas. Desde el primer momento, le acompañaron en su desarrollo numerosas publicaciones que, en su labor
ideológico-cultural, criticaron al capitalismo y a las clases dominantes, incitaron a la lucha social y contribuyeron a
gestar una red cultural alternativa, proletaria, «de base colectiva».
«Creo que nos hacen falta dos
organizaciones, una abierta, amplia, funcionando a la luz del día; la otra secreta, de acción», había escrito Piotr
Kropotkin, uno de los padres del anarquismo, en 1881. La propuesta, que reflejaba el acoso al que la policía y las fuerzas
del orden sometían a los anarquistas en los diferentes países, resultó profética porque por esos dos caminos tácticos
transitó el movimiento durante toda su historia, envuelto siempre en una doble organización: una de tipo asociativo,
sindical, que federaría a las sociedades obreras alrededor de objetivos reivindicativos; y otra de tipo ideológico, que
agruparía a los más «conscientes», centrada en la propaganda doctrinal y cuidando siempre de las desviaciones reformistas en
el movimiento sindical. La Federación Anarquista Ibérica, creada en 1927, y su relación con el sindicalismo de la CNT en los
años de la Segunda República constituye el mejor ejemplo de esa dualidad.
Cuando llegó la República, el 14 de abril de
1931, la CNT apenas tenía 20 años de historia. Aunque muchos identificaban a esa organización con la violencia y el
terrorismo, en realidad eso no era lo más significativo ni lo más sorprendente de su corta historia. El mito y realidad de la
CNT, el único sindicalismo revolucionario y anarquista que quedaba ya en Europa, se había forjado por otros caminos, por el
de las luchas obreras y campesinas, un sindicalismo eficaz que ganaba conflictos a patronos intransigentes con los
trabajadores. La CNT desarrolló sus lenguajes de clases y sueños revolucionarios en la prensa, en los talleres y fábricas, en
las calles. Así, a través del adoctrinamiento y de las reivindicaciones laborales, quedó sellada su definición ideológica, su
impronta antipolítica y antiestatal, su sindicalismo de acción directa, independiente de los partidos políticos, llamado a
transformar la sociedad con la revolución.
El golpe de Estado de julio de 1936 cambió bruscamente ese rumbo. La
guerra civil que siguió a esa sublevación impuso una lógica militar y frente a ella el sindicalismo de protesta y la clásica
crítica al poder político quedaron inservibles. Un golpe de Estado contrarrevolucionario, que intentaba frenar la revolución,
acabó finalmente desencadenándola. Muchos anarquistas vieron entonces sus sueños cumplidos. Duró poco, pero esos meses del
verano y otoño de 1936 fueron lo más parecido a lo que ellos creían que era la revolución y la economía colectivizada. Poco
importaba que la revolución se llevara por medio a miles de personas, «excesos inevitables», «explosión de las iras
concentradas y de la ruptura de cadenas», en palabras de Diego Abad de Santillán. La necesaria destrucción de ese orden
caduco era para ellos algo insignificante, comparada con la «reconstrucción económica y social» que se emprendió en julio de
1936, sin precedentes en la historia mundial. Esa es la imagen feliz del paraíso terrenal que transmitió la literatura
anarquista, las declaraciones de Buenaventura Durruti a los corresponsales extranjeros, o la prensa que podían leer los
obreros de Barcelona y los milicianos en el frente de Aragón.
Metidos en la revolución, en la guerra y en la
persecución del contrario, los anarquistas vivieron su edad de oro, corta edad de oro. Extendieron una compleja red de
comités revolucionarios por todo el territorio republicano. Colectivizaron tierras y fábricas. Crearon milicias. Participaron
en el gobierno de la Generalitat y en el de la República. Y hasta que la revolución se congeló, soñaron despiertos con un
mundo sin clases, sin partidos, sin Estado. Los que sobrevivieron la dura represión franquista tras la derrota se fueron a la
tumba recordando aquella revolución popular, sin amos ni autoridad.
Las cárceles, las ejecuciones y el exilio
metieron al anarquismo en un túnel del que ya no volvería a salir. Sus militantes resistieron en la clandestinidad,
protagonizaron diversas escaramuzas en la guerrilla y asomaron sus cabezas en algunos conflictos. Muchos de ellos se
enrolaron en la resistencia francesa contra el nazismo, pensando que aquella era todavía su guerra, la que acabaría con todos
los tiranos. Pero murieron Hitler y Mussolini, las potencias del Eje fueron derrotadas y Franco siguió. El anarquismo no pudo
ya respirar. La guerra y la dictadura lo destruyeron. Los cambios que se produjeron desde los años sesenta, con la
modernización y el desarrollo, le impidieron echar de nuevo raíces.
No fue solo un fenómeno español, pero el
anarquismo acabó identificado con la historia de España de la primera mitad del siglo XX, como se han encargado de recordar
decenas de testimonios, documentales, libros, novelas y películas que han mantenido la llama encendida frente a todos sus
detractores. Así de solemne, compleja y contradictoria resulta su historia.