humanas no habría sido la misma sin la innovación y sin su efecto social, político y ético. Así pues, si queremos
comprender lo que está sucediendo hoy en el mundo (incluyendo la “crisis” financiera, las “revoluciones” árabes, el 15M y
Occupy street) y queremos ser más eficaces para construir una sociedad más racional y justa, ¿cómo no tener en cuenta las
profundas transformaciones provocadas por las nuevas tecnologías en el comportamiento de nuestros contemporáneos y, en
Es por ello que,
tras la lectura de un artículo de Roger-Pol Droit, sobre «la innovación» y de un libro de Michel Serres, proponiendo a los
jóvenes «una colaboración entre generaciones para meter en obra la utopía» de «un vivir juntos libremente conectado», he
sentido la necesidad de escribir lo que sigue:
I – Sin innovación no habría existido la
humanidad
Todo lo que sabemos, sobre el pasado del hombre, parece probar que «sin innovación no habría
existido la humanidad»; puesto que, aún sin saber lo que tenía en la cabeza el primer hombre que talló un guijarro para
transformarlo en un utensilio, el hecho es que, para asegurar su sobrevivencia, el ser humano no ha cesado de innovar, y que
«es innovando que él se ha metamorfoseado en artesano de su propio mundo». Es pues lógico de suponer que sin esa
inspiración creativa -que le ha permitido de dominar el fuego, tallar el silex o inventar la rueda-, los hombres no
habríamos podido salir del estado en que nos había conducido la evolución de nuestra condición animal, y menos aún
encontrarnos hoy inmersos en el mundo de la informática y la robótica…
Ahora bien, es necesario distinguir entre la
capacidad del hombre a innovar y la espiral de la innovación permanente y de más en más acelerada que caracteriza y
singulariza, desde su origen, a la sociedad capitalista. Esa «necesidad» de continua llegada de novedades, de inédito, que
los humanos condicionados por el capitalismo resienten como indicativo del progreso… Esa pulsión ilusoria, ávida y
multiforme, que se manifiesta desde ahora en todas las regiones del mundo y en todos los tipos de sociedad aún existentes,
sean frías o calientes; puesto que también las que se pretenden ideológicamente inmutables se acomodan a tal cambio…
Al nivel de innovación a la que hemos llegado nos es imposible saber a dónde nos llevará ella. ¿Cómo saber si no se
volverá contra nosotros y no nos llevará a nuestra pérdida? Debemos pues distinguir entre lo que es necesario para la
sobrevivencia de la humanidad y lo que no lo es; como también debemos preocuparnos más por la utilización de lo que
inventamos. Bien venida la invención; pero, ¿para qué y hasta dónde? Pues no cabe duda de que ella hace hoy miedo, aunque
también haga ilusión.
Es esta angustia, que ya se manifestó en otras civilizaciones antes que en la nuestra, la que
toma hoy un sentido y una dimensión más angustiosas… Pues, ahora, este temor multiforme, que se mezcla al deseo de
novedad, es el de ver destruidos para siempre los recursos naturales del planeta y los equilibrios de la naturaleza,
incluyendo los que permiten la propia vida. En realidad, lo que angustia hoy «es la innovación infinita, sin límites e
inclusive sin objetivos humanos»; puesto que ella puede precipitarnos en un mundo desconocido y más peligroso que el
actual. Un mundo en el que, incluso evitando una catástrofe ecológica mayor, «podría ser destruida la identidad humana
misma».
Así pues, aunque una parte de ficción forme parte necesariamente de nuestra visión de las mutaciones en
curso, ¿cómo quedarse impasibles delante el desarrollo tecnocientifico actual y el porvenir que los futurólogos nos
anuncian? Y sin contarnos historias de horror sobre el futuro que nos espera, ¿cómo no intentar ver claro entre los puntos
de vista muy divergentes expresados por científicos y profanos?
Efectivamente,»no hay innovación sin imaginario y sin
fantasmas»; pero, puesto que el sueño del siglo XXI parece ser el de transformar todo, incluso el propio humano, lo lógico
sería volver a la sabiduría prudente y poner límites racionales a un tal sueño. Pues no es sólo «en los cuerpos , en su
modo de reproducción, su código genético, su entorno natural y su relación con los otros» que los «ingenieros del progreso»
quieren provocar cambios artificiales, sino también en su cerebro. Así, ante una tal eventualidad, ¿a qué decir sí y qué
rechazar sin que nuestras respuestas no estén saturadas de un a priori ideológico?
Ese es pues el problema:
¿cómo responder a cuestiones tan esenciales y complejas. Además de que no tienen la misma importancia y urgencia para los
jóvenes de hoy que ellas la tenían para sus antepasados o la tienen aún para sus padres. ¿Cómo responder y a partir de
qué…? Y ¿cómo no, hacerlo? No sólo porque la innovación ha revolucionado la humanidad varias veces, «provocando mutaciones
políticas, sociales y cognitivas importantes, decisivas» (en efecto, la invención de la escritura y la más tardía de la
imprenta cambiaron más profundamente las culturas y los colectivos que los utensilios de la época), sino también porque sin
todas esas invenciones «la historia de la humanidad no habría sin duda alguna la misma». Debemos pues responder y actuar
consecuentemente; puesto que las nuevas tecnologías -que proyectan hoy por todas partes el escrito en el espacio- están
revolucionando nuestro presente y preparando el mañana de la humanidad.
II – Los jóvenes y las nuevas
tecnologías
En un reciente libro, «Petite Poucette», Michel Serres, nos recuerda esto: «En 1900, la mayoría
de los humanos, sobre el planeta, trabajaba en la labranza y en el pastoreo; en 2011, y como en países análogos, Francia no
cuenta más que uno por ciento de campesinos». Para él, esta es «una de las rupturas más fuertes de la historia después del
neolítico»; pese a que aún «continuamos a alimentarnos de la tierra» e intentamos ir de tanto en tanto al campo para ver
«lo que es un becerro, una vaca, un puerco o una nidada».
Efectivamente, como lo precisa Serres, «sin que lo
percibamos, un humano nuevo ha nacido durante un breve intervalo, el que nos separa de los años 1970». Este humano nuevo
-los jóvenes de hoy, que él describe con el nombre de Petite Poucette (un o una Pulgarcito cualquiera) en recuerdo de un
personaje de un cuento del danés Andersen- «ya no vive en compañía de los animales, ni vive en la misma tierra, ni tiene la
misma relación al mundo», y la mayoría de ellos «sólo contempla una naturaleza acogedora, la del ocio o del turismo».
Además, estos jóvenes (Pulgarcita y Pulgarcito), o la mayoría de ellos, «estudian en el seno de un colectivo en el que, de
ahora en adelante, se codean varias religiones, lenguas, procedencias y costumbres». Para ellos y sus enseñantes, «el
multiculturalismo es la norma» y poco a poco su patria es la Tierra… Viven de más en más en un mundo virtual y «acceden a
todas las personas por teléfono celular, a todos los lugares por GPS, y a toda forma de saber por Internet». De hecho,
«frecuentan un espacio topológico de cercanías, mientras que nosotros vivíamos en un espacio métrico, referido por
distancias». Por ello, que seamos o no conscientes de ello, Pulgarcita y Pulgarcito «ya no perciben más el mismo mundo, ni
viven más en la misma naturaleza, ni habitan en el mismo espacio que nosotros».
Así pues, estas transformaciones -que
Serres llama «hominescientes» y considera «rarísimas en la historia»- acaban por crear, en medio de nuestro tiempo y de
nuestros grupos, «una grieta tan profunda y tan evidente que pocas miradas la han medido a su dimensión». Una grieta
comparable a las más visibles que se abrieron «en el neolítico, en el comienzo de la era cristiana, al final de la Edad
Media y en el Renacimiento». Aunque, afortunadamente, esta grieta no impide la trasmisión del saber; pues, gracias a las
nuevas tecnologías, el saber «se ha objetivado y es accesible a todos» a través del «soporte de mensajes e información» que
es Internet. Por lo que ya no hay necesidad de transmitirlo como antes, cuando «el saber tenía por soporte el cuerpo del
sabio, del poeta o del mago», y, en consecuencia, esta «biblioteca viviente», que era «el cuerpo enseñante del pedagogo»,
ya no es necesaria como lo era antes.
Serres tiene razón en decir: «Sí, desde hace algunas décadas, yo veo que vivimos
un periodo comparable a la aurora de la paideia, después que los griegos aprendieron a escribir y demostrar». Un periodo
«comparable»; puesto que, «al mismo tiempo que cambian las técnicas, el cuerpo se metamorfosea y cambian el nacimiento y la
muerte, el sufrimiento y la curación, los oficios, el espacio, el hábitat, la relación del ser al mundo».
Sí, tiene
razón; puesto que todos esos cambios muestran que «una era termina delante nuestros ojos», como también «lo que muere del
mundo viejo y lo que emerge del nuevo». ¡Cómo pues no ver el efecto de estos cambios, de estas mutaciones sobre los jóvenes!
Y cómo no ver también ese efecto sobre nosotros, pese a nuestra alergia a lo nuevo -ese apego nostálgico o ideológico que
nos lleva a decir incluso que «todo tiempo pasado ha sido mejor». Sí, ¿como no verlo? ¡Cómo no ver que lo que está
sucediendo «es un vuelco decisivo que favorece una circulación simétrica entre los que notan y los notados, entre los
poderosos y los sujetos, una reciprocidad»! Es decir: que «el fin de la era del saber enseñado», también es «el fin de la
era de los expertos y los decidores».
En efecto, ya nadie tiene hoy necesidad de retener el saber; puesto que «un
motor de búsqueda se encarga». A partir de ahora, ni Pulgarcita ni Pulgarcito deben trabajar duro para aprender el saber;
puesto que aquí lo tienen ya:»delante ellos, objetivo, coleccionado, colectivo, conectado, accesible a satisfacción, diez
veces ya revisado y controlado». Inclusive en lo que atañe al concepto y a la abstracción, «nuestras máquinas desfilan tan
rápido que ellas pueden tener en cuenta indefinidamente lo particular como saben resaltar la originalidad». Y es así que
cambia el objeto de la cognición y que es en ello que, a partir de ahora, «reside el genio nuevo, la inteligencia
inventiva, una auténtica subjetividad cognitiva».
III – Una nueva autonomía
La historia de
este vuelco existencial comienza con «los útiles usuales que se apropian de nuestras fuerzas duras»; después, «salidos del
cuerpo, los músculos, huesos y articulaciones aparejaron hacia las máquinas simples, palancas y poleas, que mimaban su
funcionamiento»; a continuación, «nuestra alta temperatura, fuente de nuestra energía emanada de nuestro organismo, emigró
hacia las máquinas motrices»; y finalmente «las nuevas tecnologías se apropian los mensajes y operaciones que circulan en
el sistema neuronal, informaciones y códigos». Así es como la cognición emigra en parte hacia ese nuevo utensilio que es el
ordenador y la manera de pensar de Pulgarcita y Pulgarcito se aleja de más en más de «los procesos de conocimiento
-memoria, imaginación, razón deductiva, fineza y geometría- que han emigrado, con sinapsis y neuronas, hacia el
ordenador».
Es pues así como «el saber y sus formatos, el conocimiento y sus métodos» caen ahora en la «caja
electrónica» y «el ego se retira de todo esto», cambiando «el sujeto del pensamiento» y permitiendo «la nueva autonomía de
los entendimientos, a la que corresponden movimientos corporales sin impedimentos y un guirigay aparente de voces libres». Y
esta es la razón por la que debemos ahora escuchar «el ruido de fondo surgido de la demanda, del mundo y de sus
poblaciones, siguiendo los nuevos movimientos de los cuerpos, intentando explicitar el futuro que implican las nuevas
tecnologías»; puesto que «la disparidad, lo inconexo tiene virtudes que no conoce la razón».
¿Por qué pues temer a esta
nueva autonomía en vez de rechazar la armonía que impone el orden? «Práctico y rápido, el orden puede encerrar», y, aunque
«favorezca el movimiento, acaba congelándolo. Indispensable para la acción, el control (la check-list) puede esterilizar el
descubrimiento». Sí, ¿por qué no salir del orden y cambiar de razón? ¿Por qué no preferir «el laberinto de las pulgas
electrónicas»? Pues, «práctica y teórica, esta novedad vuelve a dar dignidad a los saberes de la descripción y de lo
individual», como también a «las modalidades de lo posible, de lo contingente y de las singularidades». Provocando así el
derrumbe de algunas jerarquías, con lo que «el único acto intelectual auténtico es la invención» y Pulgarcita y Pulgarcito
pueden entonces evitar la trampa del trabajo, «ese robo del interés», y comenzar a «controlar en tiempo real su propia
actividad». No sólo para existir y soñar sino también para reparar los daños provocado «al entorno por la acción de las
máquinas, la fabricación y transporte de mercancías».
IV – ¿Un optimismo excesivo?
He aquí
pues como Serres ve pensar y actuar a Pulgarcita y Pulgarcito en este momento, «el primero de la historia», en el que
«agonizan las viejas adhesiones: fraternidades de armas, parroquias, patrias sindicatos y familias en recomposición». Y
ello aunque «continúen los grupos de presión, obstáculos escandalosos a la democracia», y si «mas de un tercio de la
humanidad sufre hambre -un o una Pulgarcita muere todos los minutos- mientras que los pudientes hacen régimen».
No es
pues sorprendente que Serres concluya su análisis así: «Volátil, pero viva, la sociedad de hoy lanza mil lenguas de fuego al
monstruo de ayer y de antaño, duro, piramidal, congelado, muerto». Y que, llevado por este optimismo, nos anuncie, para un
futuro no muy lejano, un espectáculo para mostrar la Torre Eiffel -«inmóvil, ferrosa, llevando, orgullosa, el nombre de su
autor y olvidadiza de los miles de trabajadores que hicieron posible la obra, de los cuales algunos murieron allí», y que
aún lleva, en lo más alto, la antena de una emisora de «la voz de su amo»- iluminada por un proyector láser que la
transformará en una Torre «nueva, variable, móvil, fluctuante, abigarrada, atigrada, desnuda, jaspeada, musical,
caleidoscópica, una Torre voluble pavesa de luces cromáticas, representando el colectivo conectado», por él y su amigo
Michel Authier, «conceptor genial», en ordenadores en los que cada uno habrá introducido «su identidad libremente
codificada». De tal suerte que esa luz láser, «intensa y coloreada, surgiendo del suelo y reproduciendo la suma innumerable
de esas identidades, mostrará la imagen abundante de la colectividad, así virtualmente formada». Y «tanto más real, por los
datos auténticos de cada uno, que ella se presentará virtual, participativa y capaz de tomar decisiones cuando se
querrá».
V – El camino…
Sí, es posible que el proyecto de Serres y Authier se realice un día y que Pulgarcita y
Pulgarcito sean capaces de aprovechar el potencial emancipador de las nuevas tecnologías para inventar una manera de vivir
juntos que permita a la humanidad comenzar un nuevo caminar de su historia. Tanto para alejarse definitivamente de la
barbarie e irracionalidad capitalista como para poder dar por fin a la existencia humana un sentido digno, realmente
humano.
¡Sí, sin duda alguna, eso es posible! Pero me parece que, para que no se quede en posibilidad y suceda,
los jóvenes de hoy, Pulgarcita y Pulgarcito, deberán seguir haciéndose verdaderamente impermeables a los discursos
políticos, por progresistas que éstos se pretendan, y no caer más en las trampas paralizantes de las ideologías. O sea: no
sólo seguir combatiendo la ilusión capitalista del progreso, que es cada vez más ilusoria y peligrosa, sino también no crear
una nueva esperanza fundada en la vieja y engañosa ilusión de la representación…
Sería verdaderamente triste y
frustrante que, con todo lo que nos ha enseñado la historia, Pulgarcita y Pulgarcito no lleguen a ser suficientemente
lúcidos para evitar la trampa de tal ilusión y recaer en las anteriores dependencias y servidumbres que nos han conducido
al actual callejón sin salida del capitalismo, a esta angustiante situación de impotencia para pensar y obrar por otra
alternativa.
Por ello es necesario y urgente ser consecuentes con el “no nos representan” e innovar experimentando
relaciones sociales basadas en lo común que nos une y nos permite vernos iguales frente a las jerarquías y los ismos que
nos separan y oprimen. Seguir andando para hacer camino; pero comenzando ya a servirnos de lo aprendido… Evitando esa
trampa (del mañana…) que ha encadenado siempre (en el presente…) el deseo de libertad del hombre para decidir su camino
por él mismo.
Octavio Alberola