La libertad de prensa, el contraste de ideas y el derecho a la información veraz siguen siendo asignaturas pendientes en este país; muy en contra de lo que podría desprenderse de la lectura de la mayoría de los análisis políticos que se publican, que no son pocos, otra cosa es si todos son lo rigurosos y objetivos que el público lector espera. Materia para un trabajo mucho más científico es desentrañar las razones por las que la gente aún se cree todo lo que le cuenta su tertuliano u opinador de cabecera.
En la batalla cotidiana del debate político y las propuestas parlamentarias, lo habitual es que los periódicos, radios y teles de derechas sean incondicionales de sus partidos y ferozmente hostiles a lo que a sus directivos les suena más propio de izquierdas y que los llamados medios progresistas hagan exactamente lo contrario.
Sin embargo esa beligerancia encarnizada a la que nos tienen acostumbrados desaparece cuando de lo que se trata es de tomar postura ante medidas orientadas descaradamente a favorecer los intereses de las grandes empresas y bancos, aunque siempre se adorna con referencias a la economía nacional, el progreso, el futuro, el empleo y otros objetivos, tan ambiguos como loables, a cuya improbable conquista siempre mantienen apuntada a la mayoría de los currantes.
Cuando se produce una de esas llamadas urgentes a defender lo más sagrado del sistema, inmediatamente cesan las peleas de colegio que semeja la vida política más visible y todas las fuerzas vivas acuden prestas a arrimar el hombro y la pluma a la tarea de destacar la parte buena (o menos mala) de la reforma o iniciativa en marcha, procurando ignorar o restar importancia a los aspectos negativos, que suelen ser la verdadera razón de tales cambios legales.
Este comportamiento no es ninguna novedad, puesto que se viene dando desde siempre (para no rebuscar en el fondo de la Historia situaremos ese siempre en la llegada de la no tan modélica Transición). Los famosos pactos de la Moncloa serían el referente icónico de esos nuevos tiempos de consensos y simulaciones, pero desde entonces se han repetido los acuerdos para recortar derechos al pueblo en nombre del pueblo y sin contar con el pueblo. Y aunque se ha conseguido crear la falsa idea de que los recortes y reformas son cosas del PP, lo cierto es que con gobiernos del PSOE hemos sufrido agresiones incluso más dañinas que con la derecha; claro que la llamada izquierda gozaba de la tranquilidad de saber que el sindicalismo institucional no se movería (o se movilizaría sin muchas ganas) contra un gobierno de los suyos.
Un caso ilustrativo de todo lo expuesto hasta aquí nos lo ofrece el tema de las pensiones, para acceder plenamente a las cuales cada vez se añaden más exigencias de años cotizados, se amplía el período de cálculo y se retrasa gradualmente la edad de jubilación. El gran consenso para el paulatino empeoramiento del sistema público de pensiones se fraguó en torno al Pacto de Toledo por todos los partidos políticos (excepto IU), los sindicatos Comisiones Obreras y UGT y la patronal representada por CEOE y CEPYME en 1995.
Desde entonces se han ido aplicando las recomendaciones de aquel pacto general hasta llegar al año 2011 en que se produce un acuerdo de PP, PSOE (con Rodríguez Zapatero gobernando), los dos sindicatos mayoritarios y la patronal, mediante el cual se endurecen los requisitos para cobrar el 100% de la pensión y se eleva progresivamente la edad de jubilación hasta situarla en los 67 años en 2025. Para dejar tranquilo el patio sindical en las grandes empresas se excluye de este retraso a quienes tengan cotizados 38 años, que podría ser fácil a finales del siglo XX pero resulta mucho más improbable en nuestros días.
Para que no digan que todos ocultamos cosas añadiré que dos años después Mariano Rajoy (PP) sumó algún recorte más a lo establecido por ZP: la posibilidad de subir las pensiones por debajo del incremento del IPC y vincular la subida al factor de sostenibilidad del sistema (aspecto este que no se ha introducido todavía por estar suspendida su aplicación).
En estos días se vuelve a hablar del Pacto de Toledo, del nuevo consenso alcanzado – ahora con el gobierno más progresista que hemos disfrutado en esto que llaman España – y de nuevo se observa un sospechoso mutismo de quienes deberían explicar con pelos y señales un proyecto que representa un duro golpe para los pensionistas de ahora y más aún de los del futuro, para su justa demanda de un sistema público de pensiones. ¡Con los locuaces economistas y sabios politólogos que se prodigan en los platós televisivos y con el paro como único horizonte para millones de jóvenes es increíble que a ninguno se le ocurra decir que lo lógico sería adelantar la edad de jubilación y no retrasarla!.
Antonio Pérez Collado