Pepe Aranda
Secretario de Acción Sindical CGT
21/07/2014
Las propuestas del “sindicalismo del régimen”, a partir de 1978/1980 (Constitución y Estatuto de los Trabajadores), siempre han ido en una doble dirección: por una parte la protección de los colectivos con empleo estable, donde las políticas de concertación social, concretadas en una política de rentas, ofrecían la posibilidad de creación de empleo y, por supuesto, el blindaje relativo de su “no despido” de quienes tenían empleo estable y fijo, a cambio de una moderación salarial Por otra, para quien tenía empleos precarios y/o simplemente estaban en situación de desempleo, éstos sindicatos negociaban, bien prestaciones de desempleo, bien cursos de formación, bien medidas incentivadoras del empleo de ciertos colectivos con dificultades (jóvenes, mayores de 45 años, mujeres, etc…).
Para los núcleos estables, el sindicato era garantía del empleo y de su calidad, aunque ello no hace desaparecer la crítica hacia él, la cual aumenta en la misma medida que lo hace el deterioro de sus condiciones de trabajo y de vida. Para el núcleo periférico, el rechazo del sindicato es dominante, pues éste pierde toda su aparente funcionalidad (proteger sus intereses), ya que éstos, como personas precarias o paradas, le “importan un bledo al sindicalismo institucional…”
El individualismo penetra en todas las relaciones y desplaza la acción colectiva (función principal del sindicato), al campo del imaginario colectivo en “huelgas generales”, “manifestaciones generales”, no siendo posible la acción cooperativa y solidaria, tanto en los centros de trabajo como en la solidaridad de los sectores.
La conciencia que se instaura es contraria al enfrentamiento colectivo y se instala el individual entre el “trabajador/a” y el empresario y, además, este conflicto se torna impotente ante el disciplinamiento que tienen las normas jurídicas (desregulación de las relaciones laborales) y el incremento del espacio de intervención arbitraria del empresario.
Estos sindicatos, ante los cambios en el mundo del trabajo, o bien han sido cooperadores necesarios (aceptación de normas desreguladoras y liberalizadoras de la organización del trabajo: ETT, dobles escalas salariales, contratas y subcontratas, sectores fuera del estatuto protector del trabajo, etc.), o bien no han plantado cara, a través del enfrentamiento, ante esos cambios legislativos y productivos que posibilitan, cada vez en mayor medida, el control exclusivo por parte del empresariado del proceso de trabajo.
La pérdida de fuerza de este sindicalismo, como factor que contrarresta la arbitrariedad, ha colocado la acción sindical en un espacio donde la posibilidad de respuesta deviene irrelevante. El empresariado se desenvuelve en el “reino de la impunidad” e identifica a los Sindicatos como “agentes sociales funcionales” para sus intereses.
El trabajo como un espacio primordial del conflicto.
El momento de la movilización evidencia el conflicto que supone el cuestionamiento de las relaciones de poder que hay detrás de las relaciones laborales.
La movilización es la ruptura con la normalidad de opresión y explotación, con la legitimación del “hecho cotidiano” de una relación desigual e injusta, a la vez que interrumpe la sensación de “impunidad” del empresario que, a diario, en las relaciones laborales, la persona asalariada percibe y siente de manera humillante en sus condiciones de trabajo y de vida.
La movilización cuestiona la estricta racionalidad del mercado, que es solo económica, la cual no deja espacio para un pensamiento libre de ordenar las relaciones laborales y sociales, bajo otros parámetros y valores, donde los derechos (todos los derechos) le pertenecen a las personas (a todas las personas) y deben ser garantizados para todos y todas, basándose en relaciones cooperativas, solidarias y no competitivas. Es decir, todo lo contrario al individualismo, que tiene en la “competitividad” el alma de las relaciones económicas, laborales y sociales.
Del resultado de la movilización, depende que se forme una conciencia transformadora, es decir, aparece la posibilidad de que las cosas pueden ser diferentes, siempre que medie una “victoria” o un cambio en las reglas de juego.
La estrategia en la Acción Sindical hacia el camino de la autogestión:
La acción sindical intrínsecamente enlazada a la acción social: la búsqueda de la igualdad en las relaciones laborales (reparto de la riqueza), a la vez que el necesario reparto del trabajo (jubilaciones, contrataciones), son pasos necesarios, no solo posibles, en el camino hacia la autogestión de la producción, de la distribución y el consumo.
La posición objetiva del “sujeto sindicato” en nuestro sistema de relaciones laborales y, más específicamente, en el papel que la carta Magna otorga a la Negociación Colectiva y, en consecuencia, a sus representantes –sindicatos-, considera un derecho fundamental la misma, al igual que la libertad sindical, luego es reconocido como un papel esencial y fundamental.
Asistimos al cuestionamiento del papel de la negociación colectiva y de la legitimación de los sujetos intervinientes. Cuestionamiento que obedece a distintos factores. Unos, endógenos: perversión de los objetivos y fines en base a componendas y esquemas de colaboración, y, otros, exógenos: la concertación social y las políticas de consenso que hacen desaparecer en la práctica el conflicto, comportándose los sindicatos del régimen como agentes sociales, funcionales a la economía o, lo que es lo mismo, al beneficio empresarial, construyendo una determinada cultura, cada vez más alejada de una ética de justicia social y sin poner en cuestión el sistema capitalista.
La negociación colectiva ha mutado su papel destacado ligada a la acción sindical, es decir al conflicto, hasta convertir su papel en “un amplio favor legislativo” donde el poder económico (y el político) entienden que el convenio colectivo, en un sentido amplio, es “un instrumento de gobernabilidad…preferible al legislativo” (U.Romagnoli 2008).
Desde la desregulación laboral de la década de los 90 (abandono legislativo de los derechos necesarios), el empresariado entiende que la “autonomía de las partes”, les permite introducir mayores cuotas de flexibilización de las condiciones de trabajo y, por lo tanto, de la organización del trabajo, adaptando la mano de obra a sus intereses.
Esta retirada –estratégica- de la norma legal (derechos mínimos, derecho necesario, en salario, tiempo de trabajo, complementos salariales, cualificaciones, etc.), instaura el convenio como “instrumento de gobernabilidad”, y, los sindicatos del régimen se transforman en disciplinadores de la mano de obra, permitiendo el actual estado de cosas: la precarización integral de las condiciones de trabajo y la dictadura del empresario, siendo su cara contraria, la pérdida de poder obrero.
La desaparición del derecho del trabajo y la casi desaparición de la Negociación Colectiva, es el síntoma de la plena constitución de las relaciones laborales en términos de mercado y, en el mercado, solo intervienen los individuos aislados que determinan las condiciones de su relación.
En esta fase nos encontramos, y es aquí donde tenemos reclamar que es posible el reparto del trabajo y que es posible el reparto de la riqueza que generamos los trabajadores y trabajadoras, siendo la Negociación Colectiva un marco adecuado, a condición de una auténtica y real transformación del modelo de sindicalismo imperante.
El sindicalismo, así al menos lo entiende la CGT, ha de ser un contrapoder real, para terminar de una vez con el capitalismo, ha de ser una herramienta para las personas, para la construcción de otro modelo de relaciones de producción, de otro modelo de sociedad, donde la cooperación, la solidaridad y el apoyo mutuo entre las personas, en busca del “bien común” para todos y todas y para el planeta, sea la única norma de comportamiento.