Si en el siglo anterior era el proletariado la clase social a la que las organizaciones políticas y sindicales llamaban a ser motor de la historia y artífice de la revolución social que se veía tan cercana, en estos momentos –y bien entrados ya en el siglo XXI- parece que esa clase trabajadora, organizada y consciente, ha sido absorbida y transformada por el propio sistema capitalista.
Tan profundo y hábil ha sido este proceso de asimilación que hoy ser llamado obrero (y no digamos proletario) se toma por los aludidos casi como un insulto; poco importa que éstos tengan unos salarios absolutamente insuficientes para vivir con dignidad, y que soporten condiciones de explotación tan duras y mucho más refinadas de las que despertaban y concienciaban a sus hermanos de clase de hace apenas cincuenta años.
Tal es el deterioro de la calidad de vida y el proceso de pérdida de derechos, que se está produciendo a pasos agigantados la formación de una nueva clase social mucho más dispersa y desorientada de lo que lo estuvo el proletariado en sus comienzos. La notable diferencia es que los obreros de finales del XIX y principios del XX se sabían explotados y se sentían, aunque fuera de una manera emocional, parte de una misma clase trabajadora capaz de organizarse solidariamente para luchar por mejores salarios y unas condiciones laborales más humanas.
Evidentemente sigue existiendo esa enorme fuerza de trabajo, que aún conserva un cierto nivel económico y los derechos sindicales básicos, pero no es menos cierto que su volumen y sus garantías se van reduciendo de forma imparable en todo el planeta. En pocos años esas condiciones mínimamente dignas sólo las conservarán en algunos países ricos (y no todos los sectores) mientras que en la mayoría del mundo industrializado se habrá producido un proceso de sustitución por personal que ya entra con otras retribuciones económicas mucho más bajas y con unos derechos prácticamente inexistentes. Si un milagro (muy improbable) o una reacción social (bastante complicada) no lo remedían, habremos entrado en la era de la precariedad galopante.
Las leyes laborales son tan laxas y los salarios han caído tanto que ya no importa si el contrato es indefinido o temporal; en cualquier momento se te puede despedir (con una indemnización cuya cuantía es poco menos que simbólica) y el contar con un empleo tampoco es una forma de salir de la pobreza. Si a esto añadimos que se han recortado fuertemente servicios públicos (sanidad, educación, discapacidad, ayuda a mayores, etc.) y prestaciones (seguro de paro, jubilaciones, invalidez y otras ayudas) veremos que una mayoría de la población está siendo excluida del reparto de la riqueza generada por el conjunto de la sociedad, que es acumulada de forma creciente por las grandes fortunas y los bancos.
Sería erróneo y poco riguroso culpar de esta grave situación al ogro capitalista en exclusiva. Y lo sería porque aun reconociendo la falta de escrúpulos y la ambición ilimitada de los dueños de ese capital, que dejó de ser considerado enemigo irreconciliable por los ex proletarios, lo cierto es que la clase explotadora ha contado con la inestimable colaboración de partidos y sindicatos teóricamente del bando obrero. Fundamental ha sido el papel de colaboración de la socialdemocracia en este proceso de integración de la clase trabajadora; bien es cierto que en un principio dicho papel de domesticación y sumisión del proletariado se aceptó a cambio de algunas concesiones del sistema capitalista, mediante las que el proletariado de antaño tendría acceso al Estado de bienestar. Pero convertida la unidad de los trabajadores en una mera burocracia sindical, al capitalismo no le importó quitarse la careta y volver a utilizar sus viejas formas de explotar y acumular. Los partidos y sindicatos de izquierda, lejos de despertar y ponerse en su sitio (si es que su lugar está frente al capital) se han limitado a negociar y renunciar, proponiendo que las inquietudes y las reivindicaciones sociales se canalicen a través de las vías parlamentarias. Por otro lado, el hundimiento de lo que durante años (y a pesar de las muchas evidencias en contra) se consideró desde Occidente como el paraíso socialista –la URSS, y con ella todos sus satélites- vino a agravar la crisis del pensamiento de izquierdas. Y así nos luce el pelo al otrora orgulloso movimiento obrero en esta era de neoliberalismo económico e ideas conservadoras, por no llamarlas reaccionarias.
La precariedad, al contrario que la situación temporal de paro, supone entrar en una espiral de necesidades sin satisfacer, de pérdida de autoestima y gran deterioro de las relaciones sociales y familiares.
Es vivir permanentemente esperando un trabajo cada vez más provisional y peor pagado; es deambular de una ETT a otra en busca de cualquier faena, es estar disponibles para acudir a zonas alejadas para emplearse en la temporada turística o las campañas de recogida de fruta, es, incluso, tener la maleta lista para emigrar a Europa o los EE.UU. dudando que las carreras universitarias cursadas sirvan para algo más que ser camarero o dependienta.
Los datos que se van publicando no pueden ser más demoledores. Pero aunque siempre nos los endulcen con los éxitos macroeconómicos, hay una realidad que la tenemos ante nuestros ojos: encontramos a más gente pidiendo comida a la puerta de un súper, vemos a más personas rebuscando en los contenedores de basura, conocemos a más familias que recurren a bancos de comida, casas de la caridad, etc. y más del 50% de los atendidos son ya españoles de nacimiento. Casi la mitad de trabajadores no llega a ingresar los 1.000 euros (el mileurismo, tan denostado hace un par de décadas) y el 34% no siquiera supera los 707 euros del SMI. El paro ronda el 20%, dos millones y pico de ciudadanos llevan más de dos años buscando infructuosamente un trabajo; aunque sea dentro del 92.7% que alcanza la contratación temporal. Con ese panorama no puede extrañarnos –aunque debería dolernos y preocuparnos- que muchas personas y hasta familias enteras tengan que vivir en pisos compartidos, en habitaciones realquiladas y otras fórmulas aún peores.
Este importante y creciente sector social no puede quedar fuera de las reivindicaciones y movilizaciones de una descolocada izquierda que aspire a continuar siéndolo. Desde luego que las viejas hormas organizativas no sirven para las nuevas situaciones y problemáticas; ha llegado –y así parecen atestiguarlo las recientes experiencias de manteros, estibadores, kellys, repartidores, PAH, mareas de todos los colores, asambleas de empresa, plataformas vecinales, etc.- el momento de organizarse desde abajo, participando y decidiendo directamente, aplicando la solidaridad a los problemas de la gente del barrio, de la fábrica o la escuela, y sumando cada vez a más procesos de lucha para mejor defendernos de Capital y Estado.
Antonio Pérez Collado Publicado en el Salto.