Las nuevas reglas que imponen las reformas de las llamadas políticas de austeridad rompen el significado que tiene el concepto de derecho de los trabajadores en la relación laboral.
La crisis ha inducido un universo de reformas denominadas del mercado de trabajo en el sur de Europa. Este tipo de intervenciones han sido criticadas por los especialistas en derecho del trabajo, pero sus críticas no han sido en nada tenidas en cuenta. En esta nota se cuestiona el valor que esta capa de expertos tiene en el conjunto de la sociedad y las consecuencias de su proclamada irrelevancia.
Desde el pacto del euro que marca el desarrollo de la crisis griega en el 2010 y el inicio de lo que hoy conocemos como un principio de gobierno económico de Europa fuera de y más allá de las instituciones políticas europeas, se han ido sucediendo las llamadas reformas estructurales en el sur de Europa desde Grecia a Portugal, pasando por España e Italia, y afectando en una medida más reducida a Francia y Bélgica, entre otros países. En cada uno de ellos el tipo de intervención y el ritmo de los cambios normativos han ido variando, aunque las líneas de implantación siguen el mismo modelo, pero éste se descompone en diferentes fases en las que influye el tipo de resistencia ciudadana y su articulación con los movimientos sociales y la posición institucional que ocupan los sujetos colectivos que representan al trabajo asalariado. Por el contrario, la orientación política de los partidos que sostienen los respectivos gobiernos de tales países no han sido determinantes, salvo el caso excepcional de Grecia tras la victoria de Syriza.
El caso de Italia es muy significativo a este respecto. Las reformas han comenzado pronto, con el último gobierno Berlusconi (2011), y se han desarrollado bajo el gobierno “técnico” de Monti (2012), y cuando parecía que cabía esperar del voto popular a las candidaturas del PD – tras el intento fallido de Bersani de formar gobierno en el 2013 – una cierta reformulación de estas políticas, durante 2014 y 2015 la reforma laboral del gobierno Renzi ha insistido en la misma dirección que las anteriores, considerando que el centro de éstas debía ser la regulación del despido. Es decir, la protección del derecho al trabajo que el despido vulnera si se realiza de manera contraria a la norma, sustituyendo el sistema de estabilidad real por otro resarcitorio, de manera que el empresario tenga “licencia para despedir” – en la gráfica expresión de Umberto Romagnoli – aunque el trabajador pueda percibir una indemnización si el acto de extinción fue ilegítimo o no se sometió a la causa fijada por la ley o el convenio colectivo. Ese es el sentido del muy publicitado “contrato de tutelas crecientes” que ha sido la estrella de este conjunto de reformas y que es un producto muy semejante al que entre nosotros se denomina “contrato único”.
Renzi ha hecho suyo el planteamiento ideológico de un bien conocido senador del PD – aunque en las elecciones del 2013 fue en las listas del Presidente Monti – Pietro Ichino, muy activo en la aproximación del PD a la “tercera vía” de Blair, según el cual se debe pasar de la propiedad del puesto de trabajo (que, como buen italiano llama job property) y que cifra en la readmisión forzosa ante el despido improcedente, a la responsabilidad o liability del empresario que ha privado injustamente del puesto de trabajo al trabajador despedido. En el fondo lo que hay es la aceptación convencida del “modelo mediterráneo” de flexibilidad (¿o alguien todavía la llama flexiseguridad?) según el cual la rigidez, frigidez e inadecuación o insensibilidad al mercado del derecho del trabajo (expresiones todas ellas de reproche hacia este conjunto normativo) se concentra en las tutelas previstas respecto de la extinción unilateral del contrato de trabajo. El otro elemento del modelo es el de la rigidez salarial y tiene que ver con la negociación colectiva sectorial que se sustituye por la negociación “descentralizada” y los acuerdos de empresa, pero esto no viene ahora al caso.
Lo más llamativo para quien ve las cosas desde lejos es que la reforma Renzi en Italia ha generado una respuesta muy crítica por parte de los intelectuales que teorizan sobre el Derecho del Trabajo, los juristas italianos del trabajo, más fuerte y con juicios de valor más extremos que respecto de reformas precedentes salvo quizá respecto de la llevada a cabo por el gobierno Berlusconi en el 2011, por cierto actualmente en vigor, sobre la capacidad de los acuerdos de empresa de derogar in peius lo establecido en los convenios sectoriales nacionales y en la propia norma estatal.
Basta acudir al último número de la revista Lavoro e Diritto (nº 1/2015) para comprobar este extremo criticismo. Para Umberto Romagnoli la reforma del 2014-2015 persigue cuatro grandes objetivos: glorificar la primacía de la autonomía dispositiva de las partes dentro del sistema de fuentes que regula la relación laboral, marginar la tutela jurisdiccional de los derechos, relegitimar la asimetría histórica de la relación laboral con la “eutanasia” de la readmisión forzosa que preveía el art. 18 del Estatuto de los Trabajadores, y en fin, restaurar el poder unilateral de mando en la relación de trabajo, un juicio demoledor en su conjunto. El “itinerario regresivo” de la legislación italiana lo subraya Mariucci en una contribución imprescindible para conocer y comprender el sentido de la reforma, su relación con el proceso histórico de ésta y las bien fundadas dudas sobre su constitucionalidad. Éstas no sólo tienen que ver con la forma de la delegación legislativa y la transgresión de los límites que el sistema constitucional le impone, sino con la transformación del despido de un poder empresarial que debe ser regulado por la norma y la autonomía colectiva a su consideración como un derecho del empresario cuyo ejercicio no debe encontrar obstáculos desproporcionados. Y así respecto del conjunto de indicaciones normativas que se encuentra en la legislación de la reforma del trabajo en Italia.
El muy señalado desapego respecto de la legislación reformista de los juristas italianos es un dato sobre el que merece detenerse. En prácticamente todos los ordenamientos reformados la capa de los iuslaboralistas ha reaccionado criticando este tipo de reformas. Y en todos ellos el poder político ha desoído estas consideraciones, en la mayoría de los casos ignorándolas en cuanto opiniones doctrinales, aunque criticándolas con fuerza en la medida en que eran asumidas por la interpretación judicial. El caso español de la revisión doctrinal de los despidos colectivos o de la ultra-actividad de los convenios puede servir de ejemplo. Solo son atendidas y criticadas con saña por el Gobierno en la medida en que penetran en la interpretación judicial del Tribunal Supremo. Un horizonte de voces concordantes con el poder económico propaga esa opinión en los medios oficiales, públicos y privados, al servicio del poder económico, silenciando cualquier otra discordante.
Lo que sugiere ese desapego es algo más que la prescindibilidad del derecho, de la perspectiva que ofrece el derecho del trabajo como un componente fundamental del estado democrático y como conjunto normativo que asigna espacios libres a la acción política del ciudadano que trabaja. La ignorancia de la relevancia que tiene la titularidad de derechos que deben preservarse en el espacio de autoridad y dominio que es la empresa, en los lugares donde se lleva a cabo la actividad laboral es en sí misma un dato muy significativo.
Se conecta ciertamente con el cambio de perspectiva sobre el propio sentido y funcionamiento del Derecho del Trabajo, concebido ya desde hace tiempo como “orientado al empleo”, o en la formulación británica de los tiempos blairianos, como el derecho del mercado de trabajo que debe buscar el buen funcionamiento del mismo, de manera que sus normas son deseables o indeseables en razón de su propensión a hacer funcionar mejor el mercado, produciendo en consecuencia el desplazamiento de la protección del trabajo “desde la relación laboral al mercado”. La crítica laboralista se presenta además como la expresión de posiciones “conservadoras” que se ligan a un sistema de reglas ya superado por los “nuevos tiempos”. El que el elemento central de estos razonamientos se asiente sobre la consideración de la democracia en el trabajo como un elemento básico del Estado Social, es un aspecto no reconocido ni explicitado en quienes ignoran el discurso crítico de los juristas del trabajo.
Lo cierto es que las nuevas reglas que imponen las reformas derivadas de la crisis y las llamadas políticas de austeridad rompen el significado que tiene el concepto de derecho de los trabajadores en la relación laboral. Los derechos no se conciben como posiciones activas de poder jurídico, sino como reflejo pasivo de las capacidades y de las facultades del poder privado que se residencia en la titularidad de la empresa, cuyas decisiones organizando el trabajo y ajustando el empleo requerido son las que integran el plan de gobierno de la economía y determinan el conjunto de posiciones en las relaciones de trabajo.
El tema es interesante porque el gobierno de la economía es una potestad hoy recentralizada en estamentos de mando y de dirección de un conglomerado político y financiero de carácter intergubernamental e institucional que enerva la soberanía estatal, y se coloca fuera de cualquier control democrático, o, peor aun, en plena oposición a él, como se ha comprobado en el caso del referéndum griego y la imposición a esa nación de las terribles condiciones subsiguientes como castigo. Si este gobierno supranacional – la “gobernanza económica” – se coloca al margen de las instituciones europeas y no tiene en cuenta o incluso se construye contra el espacio democrático de derechos basado en la libertad y la igualdad de las personas y de los sujetos colectivos que las representan y en los que éstas se integran, ¿cuál es entonces la viabilidad de quienes trabajan teóricamente sobre este espacio si su actividad cae en el vacío, carece de incidencia y se desliza sobre una narrativa que no se concreta en la realidad nacional, puesto que todas las construcciones de sistema son consideradas prescindibles y sin valor, o confrontadas a los valores que deben materialmente realizarse?
En gran medida la conciencia de la inutilidad del esfuerzo teórico y doctrinal frente al desapego del mismo por el poder político legitimado electoralmente, que es ignorado y contrariado directamente por la producción legislativa de origen cada vez más gubernamental y afectada de severa bulimia normativa, y que solo encuentra parcial acogida en el argumentario sindical impotente frente a esta acción de cambio institucional, genera un cierto pesimismo de oficio. En el caso español además la sumisión entusiasta del órgano de control constitucional ante el diseño autoritario de las relaciones laborales acentúa esa condición de desasosiego de la doctrina laboralista, de la que hay frecuentes ejemplos. Un pesimismo doctrinal que sin embargo no ha impedido que se reforzara la capacidad de argumentación crítica y el juicio de valor negativo sobre los aspectos técnicos y la significación autoritaria y antidemocrática de las reformas en acto.
Cabe preguntarse si ese caudal crítico que acumula la opinión de los juristas del trabajo de ambas culturas, italiana y española, tiene visibilidad en los discursos que se confrontan en el espacio público. No sólo en la medida en que se incorporen a los programas de los sindicatos y de las fuerzas políticas en su condensación como propuestas de acción, sino en cuanto sean capaces de abrir un terreno de debate y de confrontación pública y ciudadana sobre la manera de comprender el trabajo y la empresa como lugares en donde se despliegan los derechos de las personas que trabajan y que les corresponde como ciudadanos de un Estado democrático.
Es este un reto importante de los próximos meses, en especial en la situación española en la que forzosamente se tienen que habilitar lugares de intercambio de opiniones y de comunicación ciudadana desde donde quepa enunciar proyectos generales de convivencia y de regulación política y jurídica en los que el Derecho del Trabajo se rediseñe en el contexto de esa relación desigual y asimétrica que funda la relación jurídico-laboral politizándola en un sentido más libre e igualitaria, restringiendo en términos democráticos el poder privado sobre las personas que lleva consigo el sistema de trabajo asalariado. En ese nuevo diseño los juristas del trabajo tienen mucho que decir. De hecho lo llevan diciendo ya hace tiempo y es hora que se les escuche.