Coincidiendo con la muerte biológica de Suárez -la política ya se había producido el 23F, incluso bastante antes, en cuanto dejó de ser útil a los que lo habían aupado al poder- y las marchas por la Dignidad del 22M, se han vuelto a oír muchas voces hablando de Frente Popular, de unidad de las izquierdas en general, y del anarcosindicalismo en particular, como única manera de subvertir de una vez el poder capitalista.
Pues bien, los que debido a los achaques propios de nuestra avanzada edad tenemos una cierta memoria histórica personal, solemos arrastrar una recurrente sensación de déjà vu (¿dónde habrè escuchado yo esto antes?)
Cuando tras la muerte de Franco crecieron como setas tras la lluvia, decenas de pequeños partidos a la izquierda de los traidores PSOE y PCE, cuando a finales de mayo del 77 la CNT convocó a más de 40 000 personas en el primer mitin de Federica Montseny en la plaza de toros de Valencia y parecía que el anarcosindicalismo, más pronto que tarde, iba a posibilitar una sociedad libertaria, algo hubo que lo torció todo. En el mismo año 77, apenas cuatro meses después del susodicho mitin de Valencia, se firmaron los Pactos de la Moncloa y ahí se acabó todo. Como había dejado dicho el viejo asesino, todo estaba atado y bien atado. Eso que llaman Transición, se jodió antes de haber empezado, para aquellos que confiaban en una posibilidad real de ruptura revolucionaria con lo anterior.
En este contexto, Suárez era el tipo que se encuentra en el lugar adecuado, en el momento más oportuno. Convenientemente aleccionado, y dotado al parecer de una gran capacidad de seducción, hizo lo que sus amos le indicaron y lo hizo bien: los Pactos de la Moncloa diseñaron las estructuras de poder que todavía nos sojuzgan. Fue una jugada notable, hay que reconocerlo. Compraron con todo tipo de prebendas y favores tanto a los partidos políticos que podían pintar algo en un futuro más que previsible como a los sindicatos que habían nombrado in pectore como los interlocutores válidos y sumisos en lo que con eufemismo cínico se conoce como diálogo social.
¿Y, en ese esquema, donde entraba el anarcosindicalismo? En ninguna parte, obviamente. Estaba adquiriendo una fuerza importante. Se iba a quedar como único referente del sindicalismo revolucionario y además aglutinaba a su alrededor lo más inquieto y alternativo de la sociedad española: ecologismo, feminismo, gays, okupas, y en general, todo aquello que se movía al margen del sistema. La anarquía despertaba demasiadas empatías y había que neutralizarla como fuera. Y pusieron manos a la obra de demolición anarcosindicalista, ayudados por una caterva de fáciles infiltrados –a la sazón, todo aquel que poseyera una retórica adecuada era bienvenido- y por la estupidez inherente a los que nos cobijábamos entonces bajo las faldas de la Gran Madre CNT.
Hay que decirlo: el éxito de semejante estrategia fue completo. Apenas dos años después, en el Congreso de la Casa de Campo de Madrid, se consumaba una separación en la CNT que todavía dura ¡Y por muchos años!
Teniendo en cuenta que la anarquía sigue siendo, quizás ahora más que nunca, una forma de entender el mundo potencialmente muy peligrosa para el buen orden del sistema vigente y visto que la estupidez continúa indisolublemente unida a la naturaleza humana, y por tanto a los anarquistas, se hace difícil pensar en una reagrupación organizativa a corto o medio plazo.
Visto lo cual, bueno sería que al menos siguiéramos construyendo una efectiva unidad de acción, teniendo en cuenta que el poder financiero siempre encontrará cuando lo necesite, otro Suárez a su servicio que les monte otros Pactos de la Moncloa.