Mañana de visitas de Valencia Laica y la Associació Valenciana d’Ateus i Lliurepensadors (Avall), y sin ninguna sorpresa: los lugares públicos más emblemáticos de València (ayuntamiento y Corts Valencianes), con su correspondiente montaje religioso.
Un ayuntamiento como el de Valencia, casa de todos y todas cuantos habitamos en esta ciudad y con el belén católico instalado en pleno Salón de Cristal.
Unas Corts Valencianes que representan a todos y todas los que vivimos en este país, con el belén católico en la entrada principal y junto a la señera que, dicen, es de todos y todas.
Por experiencia, sabemos que las confesiones religiosas, sean de la creencia que sean, dado que se sienten poseedores de la verdad y han de salvar almas para la vida futura que prometen, siempre han intentado imponer sus normas y su modo de vida al resto de la sociedad: cómo hemos de vestir, qué nombres podemos poner a nuestros hijos, qué festividad hemos de celebrar, qué películas podemos ver, cuando, cómo y qué sexo podemos practicar, qué podemos comer y en qué días…
Y claro, el tema de los belenes no iba a ser menos. Si vas a hacer una gestión al ayuntamiento, o visitas las Corts Valencianes, obligatoriamente vas a tener que observar una representación de algo que algunos creen que pasó, otros no creen que pasó y a otros nos da lo mismo si pasó o no pasó, porque en lo que nos fijamos, es en el daño físico y mental causado durante estos últimos dos mil años por quienes auspician esas inocentes representaciones. Por no hablar del coste económico o del tiempo que han gastado los funcionarios públicos en su montaje.
Lo curioso, o mejor dicho, lo grave, es que hoy en día, ambas instituciones, ayuntamiento y Corts, están gestionadas por una mayoría que se supone sensible al tema de la laicidad del Estado. Una mayoría que dice entender que las religiones son creencias particulares y que por tanto solo al ámbito privado deben afectar.
Una mayoría que dice entender que en los lugares públicos, la neutralidad ha der exquisita para que, precisamente, todas las personas (independientemente de sus creencias o no creencias) puedan sentirse a gusto y sin tener que soportar las particulares alucinaciones de los unos y los otros.
Una mayoría que se supone culta e ilustrada, y por tanto conocedora que las religiones siempre exigen tolerancia a sus manifestaciones públicas cuando no tienen el poder político, pero son intolerantes hasta la médula en aquellos lugares donde si tienen ese poder. Y de eso, en este maltratado país, sabemos algo.
Y si eso es así, más de uno o una se preguntará: ¿y por qué no cambian las cosas?
Pues sencillamente porque esa mayoría sensible, culta, avanzada y que dice querer hacer las cosas de otra manera, parece que se halla cómodamente instalada en la filosofía del «no es el momento» que, afortunadamente para ellos, justifica su modo de actuar y, encima, les permite presumir de ser muy responsables.
Esa mayoría que vela por nuestro bienestar (y por su situación) quiere cambiar o al menos eso dice, pero no es el momento. Más de cuarenta años de democracia (¿?), y todavía no es el momento de cambiar la Constitución. Casi cincuenta años de concordato preconstitucional, pero no es el momento de denunciarlo. No es el momento de sacar del Código Penal temas como la blasfemia, no es el momento de erradicar el maltrato público de animales (nuestros resignados compañeros de viaje en este mundo). Hace años se aprobó que la Iglesia Católica debía autofinanciarse con sus adictos, pero pasan los años y todavía no es el momento, ochenta años con gente enterrada en las cunetas pero no es el momento de sacarlos, no es el momento, no es el momento…
Y aunque parece, y algunos dicen, que predicamos en el desierto, al menos, lo hacemos basándonos en el sentido común, buscando un marco de convivencia donde todos se sientan a gusto, intentando hacer entender que las creencias particulares no pueden suponer privilegios públicos.
Durante más de mil quinientos años, si se te ocurría decir que lo que hoy se celebra como Navidad era una fiesta pagana en honor al sol porque empezaba a haber más horas de luz, te quemaban. La diferencia es que hoy en día, nosotros, los ateos, agnósticos, laicistas y librepensadores, sólo nos limitamos a pedir a los pirómanos que no invadan los lugares públicos con sus ritos y representaciones, que no obliguen a quienes no coinciden con sus creencias, a ser partícipes de sus mitos y rituales.
Creemos que la diferencia es evidente y creemos que no es mucho pedir, después de casi dos mil años de hogueras.